DIEZ MONEDAS Y UNA CAMISA
¿Eres un levita sirviendo a Dios por
diez monedas y una camisa?
por Paris Reidhead
INTRODUCCIÓN:
Cómo surgió este Mensaje
En más de cincuenta años que llevo de predicar y enseñar,
“Diez monedas y una Camisa” es el único mensaje
que me he sentido obligado a explicar cómo surgió.
A mediados de la década de los sesenta, asistí a un
congreso de verano de la Fraternidad Betania, en Minneapolis, Minnesota,
en los E.E.U.U. Era martes por la mañana, y me estaba preparando
para predicar ante los asistentes al evento. Acababa de desayunar
y había regresado a mi habitación para orar y meditar
en lo que diría, cuando de pronto, sentí la extraña
impresión de que no debía exponer lo que había
dispuesto para la sesión, y que, más bien, era necesario
que les hablara de otra cosa, así que decidí cambiarlo.
Me puse a orar y recordé un mensaje que ya había comenzado
a preparar para los miembros de la congregación en Nueva York,
de la cual yo era pastor en esa época. No traía aquellos
apuntes, porque los había dejado en mi oficina en una carpeta,
pero me estaba acordando de algunos fragmentos, así que escribí
al reverso de un sobre vacío que encontré en el escritorio
de mi habitación. Anoté los versículos que en
ese momento decidí usar y una o dos ideas que me vinieron a
la mente. Metí el sobre en la Biblia, marcando el capítulo
17 de Jueces y salí del cuarto.
Como no estaba bien preparado, no estaba seguro de lo que compartiría,
así que, con mi ser completamente rendido en las manos del
Señor, caminé hacia el auditorio, donde me esperaban
entre cuatrocientas y quinientas personas para escuchar al Señor,
hablar por medio de mí.
Expuse el mensaje y al final hice el llamado. En poco tiempo, la parte
de enfrente del auditorio estaba llena de personas quebrantadas buscando
a Dios... El congreso pronto terminó y regresé a la
ciudad de Nueva York a continuar con mi ministerio.
Casi diez años después, uno de los miembros de la Fraternidad
Betania, que había ido a aquel congreso de verano, estaba en
Washington, D. C., a donde nos habíamos mudado y desde donde
todavía ministramos. Y me hizo un comentario: “Paris,
quiero decirte que Dios ha utilizado tu mensaje ‘Diez monedas
y una camisa’ en repetidas ocasiones en mi vida.”
Yo no sabía a qué se refería, pues nunca había
vuelto a predicar lo mismo que compartí ese día. La
esencia de lo que aquella vez dije, se encuentra en otras conferencias
que he dado, pero el mensaje exacto solo lo prediqué en esa
ocasión.
Una o dos semanas después, otra persona, Harry Conn, de Rockford,
Illinois, llegó a Washington y me invitó a cenar con
él. En el transcurso de la cena me comentó: “Compré
docenas de copias de tu mensaje ‘Diez monedas y una camisa’
para regalarlas, y Dios lo ha estado usando en la vida de las personas”.
En respuesta, le dije: “Si todavía conservas una copia,
me gustaría que me la enviaras, para recordar lo que compartí.”
Pasaron unos cuantos días, y el casete llegó.
Como no tengo una casetera en la oficina, puse el casete en la máquina
de dictado que tengo en el escritorio y lo escuché por medio
de un altavoz tamaño miniatura que viene en la máquina.
Había pasado tanto tiempo y el sonido salía tan distorsionado,
que pude escucharlo sin pensar en la persona que estaba hablando;
tanto, que hubo momentos en los que llegué a sentir ganas de
exclamar: “¡Así es! ¡Me encantaría
haber dicho eso!” Luego, recordaba que lo había dicho
yo. Bueno..., no..., no realmente...
Me di cuenta de que ese martes por la mañana, durante aquel
congreso de verano, Dios había podido transmitir a la gente
lo que él había querido, gracias a que llegué
a ese lugar con las manos vacías.
Quiero dejar en claro que no me adjudico el crédito de nada
de lo bueno y fructífero que ha sido este mensaje. En los últimos
dieciséis años se han vendido miles de copias en casete,
y de esas copias se han hecho miles más; pero yo nunca lo he
vuelto a predicar, ni lo volveré a hacer; tampoco ha sido editado
ni publicado, ni lo será.
Este es el mensaje, tal y como el Señor lo dio en esa ocasión,
cuando, así como escogió usar a la burra de Balaam,
usó a otro que estaba completamente rendido a Él.
Paris Reidhead
NOTA DEL EDITOR:
Paris Reidhead dijo en 1962 que este mensaje no iba a ser editado
ni publicado, pero, como siempre que habla el Señor, fue tan
universal, que ha trascendido el tiempo y el espacio. No ha dejado
de reproducirse en su idioma original, el inglés. Ahora, por
primera vez, se traduce a otro idioma y se publica en español,
pero su deseo ha sido concedido: no se ha cambiado nada del contenido.
Lo que ustedes van a leer es una fiel traducción, contextualizada
para el mundo hispano, que lo ha resguardado tal y como el Señor
se lo dio en esa ocasión.
Diez Monedas y una Camisa
¿Eres un levita sirviendo a
Dios por diez monedas y una camisa?
Bethany Missionary Church (Iglesia Misionera Betania)
Minneapolis, Minnesota, E.E.U.U.
10 de julio de 1962
EL TRASFONDO
Hoy me gustaría hablarles del tema “Diez monedas y una
Camisa”, tal y como lo encontramos en Jueces capítulo
17. Primero voy a leer todo el capítulo 17 y luego voy a leer
fragmentos del capítulo 18, para que tengamos claro el contexto.
Antes, permítanme comentarles un poco acerca del trasfondo
de este suceso: Los amorreos se rehusaron a permitir a los de la tribu
de Dan que tuvieran acceso a Jerusalén, y los habían
confinado a vivir en el monte de Efraín. Es triste cuando el
pueblo de Dios le permite al mundo que lo arrincone en una posición
incómoda.
Así que no podían ir a Jerusalén, como acostumbraban,
y encontramos que esto provocó los problemas que estamos a
punto de ver.
Jueces 17:1-13
Hubo un hombre del monte de Efraín, que se llamaba Micaía,
el cual dijo a su madre: Los mil cien siclos de plata que te fueron
hurtados, acerca de los cuales maldijiste, y de los cuales me hablaste,
he aquí el dinero está en mi poder; yo lo tomé.
Entonces la madre dijo: Bendito seas de Jehová, hijo mío.
Y él devolvió los mil cien siclos de plata a su madre;
y su madre dijo: En verdad he dedicado el dinero a Jehová por
mi hijo, para hacer una imagen de talla y una de fundición;
ahora, pues, yo te lo devuelvo. Mas él devolvió el dinero
a su madre, y tomó su madre doscientos siclos de plata y los
dio al fundidor, quien hizo de ellos una imagen de talla y una de
fundición, la cual fue puesta en la casa de Micaía.
Y este hombre Micaía tuvo casa de dioses, e hizo efod y terafines,
y consagró a uno de sus hijos para que fuera su sacerdote.
En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía
lo que bien le parecía.
Y había un joven de Belén de Judá, de la tribu
de Judá, el cual era levita, y forastero allí. Este
hombre partió de la ciudad de Belén de Judá para
ir a vivir donde pudiera encontrar lugar; y llegando en su camino
al monte de Efraín, vino a casa de Micaía. Y Micaía
le dijo: ¿De dónde vienes? Y el levita le respondió:
Soy de Belén de Judá, y voy a vivir donde pueda encontrar
lugar. Entonces Micaía le dijo: Quédate en mi casa,
y serás para mí padre y sacerdote; y yo te daré
diez siclos de plata por año, vestidos y comida. Y el levita
se quedó. Agradó, pues, al levita morar con aquel hombre,
y fue para él como uno de sus hijos. Y Micaía consagró
al levita, y aquel joven le servía de sacerdote, y permaneció
en casa de Micaía. Y Micaía dijo: Ahora sé que
Jehová me prosperará, porque tengo un levita por sacerdote.
Jueces 18:1-6
En aquellos días no había rey en Israel. Y en aquellos
días la tribu de Dan buscaba posesión para sí
donde habitar, porque hasta entonces no había tenido posesión
entre las tribus de Israel. Y los hijos de Dan enviaron de su tribu
cinco hombres de entre ellos, hombres valientes, de Zora y Estaol,
para que reconociesen y explorasen bien la tierra; y les dijeron:
Id y reconoced la tierra. Estos vinieron al monte de Efraín,
hasta la casa de Micaía, y allí posaron. Cuando estaban
cerca de la casa de Micaía, reconocieron la voz del joven levita;
y llegando allá, le dijeron: ¿Quién te ha traído
acá? ¿y qué haces aquí? ¿y qué
tienes tú por aquí? Él les respondió:
De esta y de esta manera ha hecho conmigo Micaía, y me ha tomado
para que sea su sacerdote. Y ellos le dijeron: Pregunta, pues, ahora
a Dios, para que sepamos si ha de prosperar este viaje que hacemos.
Y el sacerdote les respondió: Id en paz; delante de Jehová
está vuestro camino en que andáis.
Jueces 18:14-21
Entonces aquellos cinco hombres que habían ido a reconocer
la tierra de Lais dijeron a sus hermanos: ¿No sabéis
que en estas casas hay efod y terafines, y una imagen de talla y una
de fundición? Mirad, por tanto, lo que habéis de hacer.
Cuando llegaron allá, vinieron a la casa del joven levita,
en casa de Micaía, y le preguntaron cómo estaba. Y los
seiscientos hombres, que eran de los hijos de Dan, estaban armados
de sus armas de guerra a la entrada de la puerta. Y subiendo los cinco
hombres que habían ido a reconocer la tierra, entraron allá
y tomaron la imagen de talla, el efod, los terafines y la imagen de
fundición, mientras estaba el sacerdote a la entrada de la
puerta con los seiscientos hombres armados de armas de guerra. Entrando,
pues, aquéllos en la casa de Micaía, tomaron la imagen
de talla, el efod, los terafines y la imagen de fundición.
Y el sacerdote les dijo: ¿Qué hacéis vosotros?
Y ellos le respondieron: Calla, pon la mano sobre tu boca, y vente
con nosotros, para que seas nuestro padre y sacerdote. ¿Es
mejor que seas tú sacerdote en casa de un solo hombre, que
de una tribu y familia de Israel? Y se alegró el corazón
del sacerdote, el cual tomó el efod y los terafines y la imagen,
y se fue en medio del pueblo. Y ellos se volvieron y partieron, y
pusieron los niños, el ganado y el bagaje por delante.
LA HISTORIA
Bueno, en realidad este pasaje no es, propiamente, parte de la historia
de los jueces, sino la recopilación de algunos relatos que
nos permiten observar la condición social que existía
durante el periodo en el que no había rey en Israel y cada
quien hacia lo que bien le parecía.
Por el contexto, comprendemos que Micaía no podía llegar
hasta Jerusalén y que, quizá por eso y por alguna razón
afín a su devoción, decidió edificar en su propiedad
una réplica del templo. Construyó lo que él pensó
sería un edificio apropiado. Y elaboró además
los utensilios del tabernáculo, porque eran parte del mobiliario
que tenía el templo, como el efod, entre ellos; pero también
agregó algunas cosas de los pueblos que vivían alrededor,
como terafines e imágenes que Dios había prohibido.
Los terafines eran los ídolos que Raquel le robó a su
padre.
Pero, no obstante, como podemos ver, tenía el deseo de hacer
las cosas lo mejor que pudiera. Así que tomó un poco
de lo que el mundo decía y un poco de lo que Dios le había
revelado a Israel, y lo mezcló, pensando que agradaría
al Señor. Y cuando un predicador, un joven levita errante,
llegó de Belén, la ciudad perteneciente a Judá,
por supuesto, estaba fascinado más de lo que podía expresar,
ya que él también era levita y su madre era de la tribu
de Judá. Aunque Micaía era de la tribu de Leví,
Dios les había dado permiso, por medio de Moisés, de
unirse y de casarse con personas de las otras doce tribus de Israel.
Al joven no le gustaba la manera de vivir de los levitas, pues debían
vivir de lo que los demás les ofrendaban; y además,
tenía un impulso irresistible por viajar, por lo cual salió
del lugar donde vivía, a ver si podía arreglárselas
mejor por su propia cuenta.
Sentía que ser levita era bueno y, además, creía
que podría obtener algunas ventajas por serlo. Así,
fue como llegó a casa de Micaía.
Allí esperó, lo invitaron a pasar y le pidieron que
se convirtiera en su sacerdote. Y Micaía hizo un trato con
él. Le dijo: “Quédate en mi casa, y serás
para mí, padre y sacerdote; y yo te daré diez siclos
de plata por año, vestidos y comida”. O sea que le ofreció
diez monedas y un traje para cubrirse. Como saben, en esa época,
la gente usaba lo que llamaban “gelavia”, una especie
de túnica, como un camisón extra grande. No sé
si es exactamente eso, pero por lo menos es un término apropiado...
sí, un camisón, una camisa; es algo parecido. Así
que le dio ropa, o un cambio de vestuario, comida y diez monedas al
año. Para él, era una buena oportunidad, así
que decidió quedarse y formar parte de la mezcla de idolatría
y demás que había en casa de Micaía.
Poco después, vinieron unos espías de la tribu de Dan,
otra de las doce tribus de Israel. Ellos debieron haber expulsado
de sus tierras a los amorreos, pero los amorreos eran un pueblo difícil,
así que los de Dan andaban buscando otro pueblo que fuera más
fácil de expulsar, para asentarse en su territorio. Y llegaron
a casa de Micaía. Y como ya leímos en la Biblia, cuando
le pidieron al levita que le preguntara a Dios qué debían
hacer, él les indicó que siguieran adelante. (En el
pasaje lo pueden ver.)
Entonces, al obedecerlo y seguir su camino, descubrieron que el pueblo
que estaba allí, los de Lais, era semejante a los sidonios.
Gente pacífica, sin protección. Así que pensaron
que sería un buen lugar para hacerse de tierras.
Después, cuando ya los espías regresaron con un ejército
para conquistar la zona, pensaron que, como habían encontrado
ese lugar gracias al joven levita, sería espléndido
contar con su ayuda. Así que se dirigieron a donde vivía
Micaía y saquearon su casa. Le quitaron todas las cosas que
él había hecho, las cuales le habían costado
bastante dinero; porque, por lo menos, se requirieron de doscientos
siclos de plata para hacer tan solo dos imágenes. Lo tomaron
todo, se lo apropiaron y se llevaron también al levita.
Fue algo duro para Micaía. Pero, por el contrario, pueden observar
que fue sorprendente lo rápido que el joven levita pudo aceptar
lo que estaba sucediendo, con tan solo razonarlo un poco: hasta donde
él podía ver, sería más importante al
servir a una tribu que a una familia; además de que podría
ministrar a muchos más. Por lo cual, justificó su decisión
considerando que era sabia; y por eso, cuando le dijeron: “Calla,
pon la mano sobre tu boca, y vente con nosotros”, y sacaron
los utensilios y el mobiliario de la pequeña capilla que Micaía
había construido, pudo aliarse con ellos y quedarse callado
sin que su conciencia sufriera ni un raspón.
Sin duda, era un hombre astuto, ya que el lugar que escogió
para viajar no fue al frente, donde podría haber peligro, ni
en la retaguardia, sino justo en el centro, pues así, si Micaía
enviaba a sus siervos para que lo llevaran de regreso, él estaría
a salvo teniendo soldados a su alrededor.
EL PRAGMATISMO
¿Cómo podemos llamarle a esto y cómo lo aplicaríamos
a la generación de nuestros días? ¿Sería
inapropiado si les hablara un rato acerca de la religión utilitaria
(la que pone la utilidad por sobre todas las cosas), del cristianismo
convenenciero y de un “moderno Dios”?
Me gustaría llevar su atención al hecho de que en nuestra
época la filosofía imperante es el pragmatismo. Ustedes
saben lo que quiero decir con pragmatismo: significa que, si funciona,
es verdad; si tiene éxito, es bueno. Y todas sus prácticas,
todos sus principios, toda su verdad, todas sus llamadas “enseñanzas”,
las prueban preguntándose: ¿funciona?, ¿funcionan?
Ahora bien, si evaluamos las cosas de acuerdo al pragmatismo, algunos
de los hombres que Dios ha honrado más, han sido los mayores
fracasados.
Por ejemplo, Noé fue un gran constructor de barcos; sin embargo,
ésa no fue su principal ocupación, sino la predicación.
Y como predicador fue un fracaso total: solo convenció a su
esposa, a sus tres hijos y a sus nueras. ¡Siete convertidos
en ciento veinte años!... Yo no lo llamaría particularmente
efectivo. En un caso así, antes de que pasara tanto tiempo,
la mayoría de las organizaciones misioneras les pedirían
a sus misioneros que se retiraran. Como constructor de barcos le fue
bastante bien, pero como predicador... fue un fracaso.
Años más tarde, nos encontramos con Jeremías.
Él sí era un poderoso predicador, pero ineficaz también
en cuanto a resultados. Si midieran estadísticamente lo exitoso
que fue Jeremías, probablemente obtendría un gran cero.
Porque encontramos que no tuvo buenos resultados con el pueblo, no
tuvo buenos resultados con la realeza, incluso el consejo ministerial
de su época votó en su contra y no querían nada
que tuviera que ver con él. Al único que “al parecer”
fue capaz de agradar, fue a Dios... pero, “aparte de eso”,
fue un claro fracasado.
Y así, llegamos a otra persona reconocida: el Señor
Jesucristo, quien, según el pragmatismo, fue un fracaso de
acuerdo con todos los estándares, ya que nunca fundó
una iglesia o denominación, “no fue capaz” de construir
una escuela, no tuvo éxito por establecer una asociación
misionera, jamás publicó un libro, ni llegó a
usar siquiera uno de los varios criterios o herramientas que nos son
tan útiles en la actualidad. (No estoy siendo sarcástico,
en realidad son útiles.)
Nuestro Señor predicó durante tres años, sanó
a miles de personas, alimentó a varios miles más; y
aun así, cuando todo terminó, solo hubo entre ciento
veinte... digamos... ¡apenas quinientos! a los que pudo revelarse
después de su resurrección.
El día en que fue entregado, un hombre le dijo: “Si los
demás te abandonan, yo estoy dispuesto a morir por ti.”
Él lo miró y le dijo: “Pedro, no conoces tu propio
corazón. Vas a negarme tres veces antes de que el gallo cante
esta mañana.” Así que..., todos... lo abandonaron
y huyeron.
Sí, comparado con cualquier estándar de nuestra generación
o de cualquier otra generación, nuestro Señor fue un
claro fracasado.
La pregunta entonces se reduce a lo siguiente: ¿Cuál
es el estándar del éxito y cómo vamos a medir
nuestra vida y nuestro ministerio?
Y la pregunta que se van a hacer a ustedes mismos es: ¿Para
mí, Dios es un fin o es un medio?
Tienen que decidir desde el principio de su vida cristiana si están
considerando a Dios como un medio o como un fin, pues nuestra generación
está dispuesta a honrar y a mencionar como destacado a cualquiera
que tenga éxito, sin importar que haya resuelto esta cuestión
o no. Mientras haga las cosas, cumpla con su trabajo y se pueda decir
de esa persona: “Funciona, ¿no?”, entonces nuestra
generación está lista para decir: “Bueno, se lo
tenemos que reconocer.”
Así que, es necesario preguntarnos, ya sea al principio de
nuestro ministerio o a la mitad de nuestro peregrinar, mientras vamos
caminando: ¿Vamos a ser levitas que sirvan a Dios por diez
monedas y una camisa?
A veces, al igual que ese levita, servimos a los hombres en nombre
de Dios, en lugar de servir a Dios. Porque, aunque él era un
levita y desempeñaba actividades religiosas, en realidad estaba
buscando un lugar. Un lugar en el que lo reconocieran, un lugar en
el que lo aceptaran, donde le dieran seguridad y pudiera brillar de
acuerdo a los valores que para él eran importantes. Él
se dedicaba a servir en actividades religiosas, ése era su
negocio, por lo cual quería conseguir un empleo religioso.
Por eso se alegró mucho cuando se enteró de que Micaía
tenía una vacante.
Él había decidido que valía diez monedas y una
camisa, y estaba listo para venderse a cualquiera que le diera eso.
Pero si alguien llegaba por el camino y le ofrecía más,
como sucedió, se vendería a esa persona. Él se
puso un precio y decidió que sus actividades eran solo un medio
para obtener un fin. Dios era el medio para conseguir su fin.
EL HUMANISMO
Ahora bien, con el propósito de comprender lo que esto implica
en el siglo XX necesitamos irnos cien o ciento cincuenta años
atrás, al momento cuando hubo un fuerte ataque sobre el cristianismo,
justo después de los grandes avivamientos en Estados Unidos,
cuando Finney fue utilizado grandemente por Dios.
El Espíritu Santo había sido derramado con poder sobre
ciertas porciones de nuestro país, y de pronto, vino un abierto
ataque a nuestra fe, desde Europa, por medio de tremendas críticas.
Darwin acababa de postular su teoría de la evolución,
y algunos filósofos la adaptaron a sus filosofías y
los teólogos la aplicaron a las Escrituras.
Así que, podemos marcar el inicio de un ataque frontal en contra
de la Palabra de Dios, alrededor de 1850. Satanás siempre la
había estado atacando insidiosamente; sin embargo, en ese momento
se abrió la temporada de caza sobre el Libro, una temporada
de caza, franca, sobre la Iglesia.
En ese tiempo, Voltaire llegó a declarar que viviría
para ver cuando la Biblia se convirtiera en una reliquia que solo
se encontraría en museos, pues sería totalmente destruida
por los argumentos que estaba presentando con tanto ahínco
en su contra.
¿Y cuál fue el resultado de ese ataque?, que el humanismo
se convirtió en la filosofía de la época. Se
podría definir al humanismo de la siguiente manera: El humanismo
es una declaración filosófica que establece que el fin
de todo lo que existe es la felicidad humana; que la razón
de la existencia del hombre es la felicidad.
Ahora bien, de acuerdo con el humanismo, la salvación solo
es un asunto de obtener toda la felicidad que se pueda.
Si uno es influenciado por alguien como Nietzsche, quien dice que
la única verdadera satisfacción en la vida es el poder;
que el poder se justifica a sí mismo; que, después de
todo, el mundo es una jungla; luego, entonces, depende del hombre
ser feliz, al llegar a ser poderoso. Debe volverse poderoso por todos
los medios que pueda utilizar, porque solo en esa posición
de ascensión puede ser feliz.
Con el correr del tiempo, el humanismo produciría a un Hitler,
quien tomaría la filosofía de Nietzsche como su principio
de dirección, guía y operación, y quien le dijo
a su pueblo: “Estamos destinados a dominar el mundo, por lo
tanto, cualquier medio que podamos usar para lograrlo es nuestra salvación.”
Pero alguien más volteó y dijo: “Bueno, no. El
fin de la existencia es la felicidad, sí, pero la felicidad
no proviene de ejercer autoridad sobre la gente, la felicidad se obtiene
de las experiencias sensuales.”
Y ese pensamiento dio como resultado el tipo de existencialismo que
caracteriza a la Francia de hoy, que ha dado origen a la filosofía
“hippie” en Estados Unidos y a la asquerosa sensualidad
de nuestro país. Así que, ya que el hombre es esencialmente
un animal glandular, cuyos momentos de mayor éxtasis provienen
del ejercicio de sus glándulas, la salvación sería
simplemente encontrar la forma más deseable de gratificar esta
parte de una persona. Y este tipo de pensamiento llegó a ser
el resultado del humanismo, al decir que el fin de todo lo que existe
es la felicidad del hombre.
John Dewey, un filósofo estadounidense que influenció
la educación, fue capaz de persuadir a los educadores de que
no existían estándares absolutos, de que los niños
no tienen que ser educados con ningún modelo en particular.
Para él, el fin de la educación es simplemente permitirle
al niño expresarse a sí mismo y desarrollar lo que es,
para que encuentre su felicidad al ser lo que él quiera ser.
Así que obtuvimos una permisividad cultural, en la que cada
persona puede hacer lo que le parezca bien, y en la que no hay un
Dios que gobierna sobre nosotros. La Biblia ha sido desechada, rechazada
y desaprobada. Dios, destronado: Él no existe.
Obviamente, no tiene una relación personal con los individuos.
Jesucristo fue un mito o solo un hombre. Eso es lo que se ha enseñado.
El fin de nuestra existencia es la felicidad. El individuo puede establecer
los estándares de su propia felicidad e interpretarlos a su
manera.
Ahora bien, como la religión tenía que seguir existiendo,
porque muchas personas vivían de eso, tuvieron que encontrar
una manera de justificar su existencia.
EL LIBERALISMO Y FUNDAMENTALISMO
Así que, alrededor de 1850, la Iglesia se dividió en
dos grupos; uno de los cuales fue el de los liberales, que aceptaron
la filosofía del humanismo, y trataron de obtener cierta fama
diciéndole algo así a su generación: “Ja,
ja, ...bueno, pues... no estamos seguros de que exista el cielo ni
tampoco de que exista el infierno; pero sí sabemos que ¡tienes
setenta años para vivir! Y también sabemos que puedes
beneficiarte mucho con la poesía, con los pensamientos sublimes
y con las ‘nobles aspiraciones’.
“Por lo tanto, es importante que vengas a la iglesia los domingos
para que podamos leer un poco de poesía, y para que te demos
algunos refranes y axiomas que te ayuden a vivir. No te podemos decir
nada acerca de lo que va a suceder cuando mueras, pero sí te
vamos a decir esto: si vienes todas las semanas y pagas y ayudas y
te quedas con nosotros, vamos a ponerle amortiguadores a tu carreta
y tu viaje será más cómodo. No podemos garantizarte
lo que vaya a suceder cuando mueras, pero si vienes con nosotros,
vamos a hacer que seas más feliz mientras vivas.”
Así que este tipo de pensamiento se convirtió en la
esencia del liberalismo: tratar de poner un poco de azúcar
en el amargo café de la travesía humana, para endulzarla
un rato. Eso era todo lo que el liberalismo podía decir.
Bueno, en ese momento, como ahora, la filosofía del ambiente
era el humanismo. El fin principal de la existencia era la felicidad
del hombre. Pero había otro grupo de personas que se habían
mantenido lejos de los liberales (éste es el grupo al que yo
pertenezco): los fundamentalistas. Cada uno de ellos decía:
“¡Creo en que la Biblia fue inspirada por Dios! ¡Creo
en la deidad de Jesucristo! ¡Creo en el infierno! ¡Creo
en el cielo! ¡Creo en la muerte, en la sepultura y en la resurrección
de Cristo!”
Pero recuerden: el ambiente es el humanismo. Y el humanismo dice que
el fin principal de todo lo que existe es la felicidad del hombre.
El humanismo es como el hedor que sale de un foso; lo contamina todo.
El humanismo es como una enfermedad, como una epidemia; está
por todos lados.
Así que no pasó mucho tiempo antes de que las cosas
cambiaran. Al principio, los fundamentalistas se reconocían
entre sí, porque decían: “¡Yo creo estas
cosas!” Eran hombres que en su mayoría se habían
encontrado personalmente con Dios. Pero, poco después de haber
dicho: “Éstas son las cosas que nos establecen como fundamentalistas”,
la siguiente generación dijo: “¡Así es como
cualquiera llega a ser un fundamentalista! ¡Es bueno que creas
en la inspiración de la Biblia! ¡Cree en la deidad de
Cristo! ¡Cree en su muerte, su sepultura y su resurrección!
¡Sé un fundamentalista!”
Hasta que, finalmente, el humanismo llegó a nuestra generación,
en la que todo el plan de salvación se resume en aceptar algunas
declaraciones de doctrina, y en la cual se considera cristiana a una
persona porque puede decir que “sí” a cuatro o
cinco preguntas que le hagan. Si sabe en qué momento decir
que “sí”, alguien le da una palmada en la espalda,
le estrecha la mano y le dice: “¡Hermano, eres salvo!”
Ha llegado al punto en el cual la salvación no es otra cosa,
mas que aceptar un esquema o fórmula. Y, el fin de esto, es
la felicidad del hombre... Porque el humanismo ha penetrado.
Si se analizara el fundamentalismo actual en contraste con el liberalismo
de hace un siglo, tal y como se desarrolló, porque no le estoy
marcando una fecha exacta, el resultado sería algo como esto:
El liberal de hace un siglo decía que el fin de la religión
es hacer feliz al hombre mientras viva, y el fundamentalista actual
dice que el fin de la religión es hacer feliz al hombre cuando
muera.
Pero, otra vez, se está proclamando que el fin de toda la religión
es la felicidad del hombre.
El liberal decía: “Por medio del cambio social y del
orden político terminaremos con la corrupción, el alcoholismo,
la drogadicción y la pobreza. Vamos a traer el cielo a la tierra.
Vamos a hacerte feliz mientras estés vivo!” Así
que, los liberales trataron de poner en práctica el humanismo;
sin embargo, terminaron con un terrible “shock” cuando
llegó la Primera Guerra Mundial, y quedaron completamente perplejos
ante la Segunda, porque parecía que no estaban llegando a ningún
lado.
Los fundamentalistas actuales, siguiendo la línea de aquellos
liberales, están sintonizándose en la misma frecuencia
del humanismo. De manera que ahora encontramos algo así: “¡Acepta
a Jesús para que puedas ir al cielo! ¡Tú no quieres
ir a ese feo, viejo, sucio y ardiente infierno, cuando allá
arriba hay un hermoso cielo! ¡Ven a Jesús para que puedas
ir al cielo!”
Y el atractivo que ofrecen podría ser equivalente al egoísmo
de dos hombres que están sentados en un café decidiendo
robar un banco: ¡quieren obtener mucho por nada! Actualmente
hay una manera de hacer el llamado a los pecadores, que más
bien parece un plan para quitarle al propietario de una estación
de gasolina las ganancias del sábado por la noche. ¡Eso
es desear conseguir dinero sin trabajar!
Yo creo que el humanismo es una de las pestes filosóficas más
mortíferas y letales que se han escurrido por la grieta del
foso del infierno. Ha penetrado demasiado en nuestra religión.
¡Y se opone totalmente al cristianismo!
Lamentablemente, pocas veces se le puede reconocer. ¡Y aquí
encontramos a Micaía, que quiere tener una pequeña capilla,
y quiere tener un sacerdote, y quiere orar, y quiere ser devoto porque:
“Ahora sé que el Señor me prosperará”!
¡Y ESTO ES EGOÍSMO! ¡Y ES PECADO!
Y lo mismo le sucede al levita. ¡Viene y se acomoda! ¡Porque
quiere un lugar! ¡Quiere diez monedas y una camisa y su comida!
Así que, para tener lo que quiere, y para que Micaía
también tenga lo que quiere, ¡venden a Dios! ¡Por
diez monedas y una camisa! ¡Y ÉSTA ES LA TRAICIÓN
DE LOS SIGLOS!
Y es la traición en la que vivimos. ¡Y no veo cómo
Dios pueda transformar esta situación, no veo cómo volverle
a dar nueva vida! No podrá hacerlo hasta que regresemos al
verdadero cristianismo, en oposición total y directa con el
apestoso humanismo que ha sido adoptado por nuestra generación
en el nombre de Cristo.
El humanismo... Temo que ha llegado a ser tan sutil que está
en todos lados. ¿Qué es? ¡En esencia, es eso!
Y ese postulado filosófico, de que el fin de todo lo que existe
es la felicidad del hombre, ha sido de alguna manera recubierto con
términos evangélicos y doctrina bíblica, al extremo
de que “Dios reina en el cielo para la felicidad del hombre”,
de que “Jesucristo se encarnó para la felicidad del hombre”,
de que “todos los ángeles existen en el...” ¡Todo
es para la felicidad del hombre! ¡Y yo te digo que ese postulado
no es cristiano!
¿No es el hombre feliz? ¿No tenía intenciones
Dios de hacerlo feliz? Sí. Pero como “resultado de”,
no como su propósito principal.
DR. SCHWEITZER
Les voy a platicar de un “buen hombre”, admirado por los
pensadores raros de nuestra época, allá en África,
el querido Dr. Schweitzer. Que Dios lo bendiga, es un hombre brillante:
filósofo, doctor, músico, compositor; sin duda, un hombre
brillante. El Dr. Schweitzer no es más cristiano... que esta
flor, que esta rosa que vemos aquí. Y él consideraría
un insulto personal si se dijera que él es un cristiano. Él
no ve a Cristo como relevante para su filosofía o para su vida.
Es un humanista.
Un día, el Dr. Schweitzer iba hacia la estación médica
donde radicaba, navegando río arriba a lo ancho del Congo.
Estaba sentado en la proa del barco, observando a los funcionarios
del gobierno belga, que con sus rifles de alto poder iban disparándoles
a los cocodrilos que se estaban asoleando en los bancos de lodo a
lo largo del río. Eran tiradores expertos. Usaban esas balas
expansivas que explotan dentro de los cocodrilos. Cada balazo los
hacían dar volteretas en el aire a causa de la contracción
de sus músculos.
Quizá ustedes me pregunten: “¿Y cómo sabe
esos detalles?” Bueno, para mi vergüenza, fui culpable
de lo mismo en el río Nilo.
Y allí estaban esos funcionarios, ése era su deporte.
Metían a los cocodrilos en bolsas y llevaban la cuenta con
un cordón que tenían en el mismo lugar donde guardaban
su arma; le hacían nudos para que pudieran ver cuántos
cocodrilos habían matado. ¡Un colosal desperdicio de
vida!
Y allí fue donde Schweitzer vio la esencia de su filosofía.
¿Saben cuál es? Cuatro palabras: respeto a la vida...
respeto a la vida. A la vida de los cocodrilos, a la vida humana y
a cualquier tipo de vida.
Mi compañero misionero, George Kline, vivía a ochenta
o noventa y cinco kilómetros de la estación donde se
encontraba este Dr. Schweitzer. George lo conoce.
Miren, este Dr. Schweitzer está tan convencido de su “respeto
a la vida” que no le gusta esterilizar su sala de operaciones.
Tiene la sala de operaciones más sucia de África, “porque
la bacteria es vida”; y no quiere lastimar a las bacterias benignas
al matar a las malignas, así que las deja vivir juntas.
En una ocasión, su órgano se descompuso. Alguien le
había enviado un órgano y los medios para ponerlo en
uso. Mi amigo, George Kline, es un organista experto y también
repara órganos, así que fue a visitar al Dr. Schweitzer,
y el Dr. Schweitzer le dijo:
—¿George, crees que puedas reparar mi órgano?
—Es probable que sí, déjame intentarlo. Así
que le quitó la tapa trasera y, para su asombro, descubrió
un nido inmenso de cucarachas. Con su característico entusiasmo
y celo estadounidense, George comenzó a aplastar las cucarachas
sin dejar que ninguna escapara.
Y el buen doctor salió de su habitación, con el cabello
más parado de lo que había estado en mucho tiempo a
causa de su enojo, y gritó: —¡Detente en este momento!
—¿Por qué?, si están arruinando tu órgano.
—No importa. Solo están haciendo lo que hacen por naturaleza,
no las puedes matar por eso.
Entonces, uno de los muchachos entró y le dijo: — No
se preocupe, Sr. Kline. Se agachó y con mucha ternura las levantó.
Metió en una pequeña bolsa todas las cucarachas que
encontró y enrolló la boca de la bolsa. Se las llevaron
a la selva y ahí las soltaron.
Éste era un hombre que creía en su filosofía:
respeto a la vida. ¡Vivía dedicado a ella por completo!
¡Congruente por completo! Incluso cuando se trataba de microbios
o de cucarachas. ¿Lo ven? Eso es el humanismo. Bueno... y eso
es congruencia.
Ahora les pregunto, ¿cuál es la filosofía de
las misiones? ¿Cuál es la filosofía del evangelismo?
¿Cuál es la filosofía cristiana?
Si me preguntan por qué fui a África, les voy a decir
que fui principalmente para “mejorar” la justicia de Dios.
No pensaba que estuviera bien que nadie se fuera al infierno sin la
oportunidad de ser salvo, así que fui “para darles a
los pobres pecadores la oportunidad de irse al cielo”.
Ahora bien, no lo he explicado más, pero si analizan lo que
acabo de decir, ¿saben qué es? Es humanismo. Yo simplemente
estaba tratando de usar las provisiones de Jesucristo como un medio
para mejorar las condiciones humanas de sufrimiento y pobreza.
Y cuando fui a África, descubrí que los africanos no
eran unos paganos pobres e ignorantes corriendo por la selva, esperando
que alguien les explicara cómo ir al cielo. ¡Eran monstruos
de iniquidad! ¡Estaban viviendo en contra de y con un desprecio
al conocimiento de Dios, mucho mayor de lo que imaginaba!
¡Ellos merecían el infierno, porque se rehusaban a caminar
a la luz de sus conciencias, a la luz de la ley que ya tenían
escrita sobre sus corazones con el testimonio de la naturaleza y la
verdad!
Estaba tan enojado, que en una ocasión, al estar orando, le
reclamé a Dios que me hubiera enviado con gente que no estaba
esperando escuchar cómo llegar al cielo; pues cuando llegué
ahí, me encontré con que ya sabían del cielo,
y no querían ir allá porque amaban su pecado, preferían
quedarse en él.
(El hermano Paris habla con gran pasión en este párrafo).
Fui allá motivado por el humanismo. Había visto fotografías
de leprosos, había visto fotografías de gente con llagas,
había visto fotografías de funerales nativos... y yo
no quería que mis semejantes humanos sufrieran eternamente
en el infierno después de una existencia tan miserable en la
tierra.
Pero fue allí, en África, donde Dios comenzó
a arrancarme el recubrimiento de este humanismo.
Y fue ese día, cuando estuve orando en mi habitación,
con la puerta cerrada, que luché con Dios. Porque ahí
estaba yo, llegando a la conclusión, de que la gente que yo
pensaba que era ignorante, y que quería saber cómo ir
al cielo, y que estaba diciendo: “¡Que alguien venga a
enseñarnos!”, en realidad no quería tomarse el
tiempo de hablar conmigo ni con nadie más. No estaban interesados
en la Biblia, ni en Cristo; y amaban su pecado y querían seguir
en él. Y fue en ese lugar, en ese momento, donde sentí
que todo el asunto era una burla, una farsa, ¡y que me habían
visto la cara!
Allí, a solas en mi habitación, al enfrentar a Dios
con toda franqueza, con lo que sentía en mi corazón,
me pareció como si lo escuchara decirme: “Sí,
Paris, así es. ¿Y el Juez de toda la tierra no hará
justicia? Los impíos están perdidos y se van a ir al
infierno; y no porque no hayan escuchado el Evangelio. ¡Se van
a ir al infierno porque son pecadores que aman su pecado! Y porque
se merecen el infierno. Pero... yo no te envié por ellos. No
te envié por su causa.”
Y lo escuché claramente, como nunca; aunque no con una voz
física, sino que era el eco de la verdad de los siglos, abriéndose
camino a través de un corazón abierto. Escuché
que Dios me dijo al corazón ese día algo así:
“No te envié a África por causa de los perdidos,
te envié a África por Mi Causa... ¡Se merecen
el infierno! ¡Pero los amo! ¡Y yo sufrí las agonías
del infierno por ellos! ¡No te envié por ellos! TE ENVIÉ
POR MÍ... ¿No merezco la recompensa de mi sufrimiento?
¿No merezco a aquellos por quienes morí?”
¡Y eso lo puso todo de cabeza! ¡Y lo cambio todo! ¡Y
lo colocó en la perspectiva correcta! ¡En ese momento
dejé de trabajar para Micaía por diez monedas y una
camisa! ¡Estaba sirviendo a un Dios vivo! Ya no estaba allí
por causa de los perdidos. Estaba allí por el Salvador que
sufrió las agonías del infierno por mí, aunque
Él no lo merecía. Pero sí se los merecía
a ellos, porque murió por ellos.
¿Lo ven? Déjenme concluir, déjenme resumir. El
cristianismo establece: “El fin de todo lo que existe es la
gloria de Dios.” El humanismo proclama: “El fin de todo
lo que existe es la felicidad del hombre.” Uno de estos principios
nació en el infierno: la deificación del hombre; el
otro nació en el cielo: ¡la glorificación de Dios!
Uno es un levita sirviendo a Micaía; el otro es un corazón
que es indigno de servir al Dios vivo, porque ése es el honor
más alto en el universo.
¡Y QUÉ HAY DE TI?
¿Y qué hay de ti? ¿Tú, por qué
te arrepentiste? Me gustaría ver a algunas personas arrepentirse
de nuevo en los términos bíblicos.
George Whitefiel entendió esto. Él estuvo una vez en
Boston Commons hablando delante de veinte mil personas y les dijo:
“Escuchen pecadores, ustedes son unos monstruos... ¡monstruos
de iniquidad! ¡Se merecen el infierno! ¡Y lo peor de su
crimen, es que, aunque han sido criminales, no han tenido la gracia
de reconocerlo! ¡Y si no lloran por sus pecados y sus crímenes
en contra de un Dios Santo, George Whitefield va a llorar por ustedes!”
Ese hombre levantaba la cabeza y lloraba como un bebé. ¿Por
qué? ¿Porque estaban en peligro de ir al infierno? ¡No!
Lloraba porque eran “monstruos de iniquidad”, que ni siquiera
veían su pecado ni se preocupaban por sus crímenes.
¿Ven la diferencia?
¡La diferencia es que aquí, ahora, está alguien
temblando porque va a ser herido en el infierno y ni siquiera se da
cuenta de la enormidad de su pecado! ¡Y no entiende su insulto
en contra de la Deidad! ¡Solo está temblando porque su
piel está a punto de rostizarse! Tiene miedo. Y les digo que,
aunque el miedo es una buena preparación para la gracia, no
debemos quedarnos allí.
Y el Espíritu Santo no se detiene allí. Ésa es
la razón por la cual nadie puede recibir a Cristo para salvación
hasta que no se arrepienta. Y nadie se puede arrepentir hasta no haber
sido convencido de pecado. Y la convicción es obra del Espíritu
Santo, que ayuda al pecador a ver que es un criminal delante de Dios
que se merece toda la ira de Dios; y que, si Dios lo enviara al último
rincón del infierno para siempre durante diez eternidades,
es porque al ver sus crímenes decide que se lo merece por completo,
¡y cien veces más!
LOS PREDICADORES
Y ésa es la diferencia entre la predicación del siglo
veinte y la predicación de Juan Wesley. ¡Wesley era un
predicador de justicia que exaltaba la santidad y la justicia de Dios,
y la sabiduría de sus requisitos! ¡Y la justicia de su
ira y de su furor! Les hablaba a los pecadores y les exponía
la enormidad de sus crímenes; su abierta rebelión; y
su traición; y su anarquía.
Y entonces el poder de Dios descendía de tal manera sobre la
multitud, que, en una ocasión, fuentes confiables reportaron
que cuando terminó de predicar había mil ochocientas
personas tiradas en el suelo ¡completamente inconscientes! Porque
habían tenido una revelación de la santidad de Dios;
y frente a esa luz habían visto la enormidad de sus pecados.
Y Dios había penetrado su mente y su corazón, de tal
forma, ¡que habían caído a tierra!
Eso no solo sucedió en la época de Wesley; lo mismo
pasó en Estados Unidos, en New Haven, Connecticut, en Yale.
Un hombre llamado Juan Wesley Redfield ministraba continuamente alrededor
de New Haven, culminando con unas grandes reuniones que se hacían
en el gimnasio de Yale, el primer gimnasio que hubo en Yale en el
siglo XVIII.
En esa época, la policía estaba acostumbrada, a que,
si veían a alguien tirado en el piso, se acercaban a esa persona
y olían si tenía aliento alcohólico. Si tenía
aliento alcohólico lo encerraban; pero si no, era que tenía
la “enfermedad de Redfield”, y lo único que necesitaban
hacer era llevarlo a un lugar apartado y esperar a que volviera en
sí; pues sabían que, si habían sido borrachos,
dejaban la bebida; si habían sido crueles, no volvían
a serlo; si habían sido inmorales, renunciaban a su inmoralidad;
si habían sido ladrones, devolvían lo que tenían
en su poder.
¡Al ver la santidad de Dios frente a la enormidad de su pecado,
el Espíritu de Dios los dejaba inconscientes por el peso de
su culpa! Cuando se derramaba el poder de Dios, los pecadores se arrepentían
de su pecado y se acercaban a la salvación de Cristo.
¡LA DIFERENCIA!
¡Había una gran diferencia! No era tratar de convencer
a un “buen” hombre de que estaba en líos con un
Dios “malo”. ¡Era convencer a hombres malos de que
se merecían la ira y el furor de un Dios bueno! Y la consecuencia
era el arrepentimiento que llevaba a la fe, que conducía a
la vida.
Queridos amigos, solo hay una razón, una razón, para
que un pecador se arrepienta, y ésa es: porque Jesucristo se
merece la adoración y la reverencia y el amor y la obediencia
de su corazón. No porque va a ir al cielo.
Si la única razón por la cual te arrepentiste, querido
amigo, fue para evitar el infierno, ¡solo eres un levita sirviendo
por diez monedas y una camisa! ¡Eso es todo! ¡Estás
tratando de servir a Dios para que te prospere! Pues un corazón
arrepentido ¡es un corazón que ha visto algo de la enormidad
del crimen de jugar a ser Dios y de negarle al justo y recto Dios
la adoración y la obediencia que se merece!
¿Por qué debería arrepentirse un pecador? ¡Porque
Dios se merece la obediencia y el amor que se ha negado a darle! No
para irse al cielo. Si la única razón por la que un
pecador se arrepiente es para irse al cielo, no es mas que tratar
de hacer un negocio con Dios.
¿Por qué un pecador debe abandonar sus pecados? ¿Por
qué se le debe desafiar a hacerlo? ¿Por qué debe
restituir los daños cuando viene a Cristo? ¡Porque Dios
se merece la obediencia que exige!
He hablado con personas que no tienen la seguridad de que los pecados
pueden ser perdonados; quieren sentirse seguras, antes de estar dispuestas
a entregarse a Cristo. Por eso creo que los únicos a los que
Dios realmente convenció por medio de su Espíritu y
que son nacidos de Él, son aquellos que, lo digan o no, cuando
han llegado a Jesucristo, se expresan más o menos así:
“Señor Jesús, te voy a obedecer, te voy a amar,
te voy a servir, y voy a hacer lo que tú quieras que yo haga
mientras viva, incluso si me voy al infierno al final del camino;
simplemente, porque eres digno de ser amado, de ser obedecido, de
ser servido. ¡Yo no voy a tratar de negociar contigo!”
¡UN SER HUMANO!
¿Ven la diferencia? ¿Ven la diferencia entre un levita
que sirve por diez monedas y una camisa, o entre un Micaía
que hace una capilla porque Dios lo va a prosperar, y alguien que
se arrepiente para darle la gloria a Dios?
¿Por qué debe alguien venir a la cruz? ¿Por qué
una persona debe abrazar la muerte con Cristo? ¿Por qué
una persona debe estar dispuesta a ir, en identificación, a
la cruz y a la tumba, y volver a la vida otra vez? Les voy a decir
porqué: ¡porque es la única manera en que Dios
puede ser glorificado por un ser humano!
Si me contestas que para obtener gozo o paz o bendiciones o prosperidad
o fama, entonces no es otra cosa mas que un levita sirviendo por diez
monedas y una camisa. Solo hay una razón para ir a la cruz,
y ésa es, porque, hasta que no te unas a Cristo en su muerte,
estás robándole al Hijo de Dios la gloria que podría
obtener de tu vida. Porque ninguna carne puede gloriarse en su presencia.
Y hasta que no hayas comprendido la obra santificadora de Dios por
medio del Espíritu Santo, llevándote a la unión
con Cristo en su muerte, en su sepultura y en su resurrección,
lo sirves solamente en lo que tienes; y todo lo que tienes está
bajo sentencia de muerte: tu personalidad humana, tu naturaleza humana,
tu fuerza humana y tu energía humana. ¡Y Dios no va a
recibir gloria de nada de eso!
Así que la razón por la que vas a la cruz no es para
obtener victoria, aunque vas a obtener victoria. No es para obtener
gozo, aunque vas a recibir gozo. La razón para abrazar la cruz
y perseverar hasta que puedas testificar como Pablo: “Estoy
crucificado con Cristo”, no es lo que vas a obtener de ello,
sino lo que Él va a sacar de ti para gloria de Dios.
¿Por qué no has perseverado para conocer la plenitud
del Espíritu Santo? ¿Por qué no has perseverado
para conocer la plenitud de Cristo? Te voy a decir porqué:
porque la única manera posible de que Cristo pueda recibir
la gloria de una vida que ha sido redimida por su preciosa sangre,
es cuando puede llenar esa vida con su presencia y vivir a través
de ella su propia vida.
Lo genial de nuestra fe no es que aparentemos, como el levita que
fue contratado para servir a Dios. No, ¡no! Lo genial de nuestra
fe es que lleguemos a un punto en el que sepamos que no podemos hacer
nada, mas que presentar el vaso y decir: “Señor Jesús,
tú eres quien tiene que llenarlo, y todo lo que se tenga que
hacer tiene que ser hecho por ti y para ti”. Pero no lo hacen
así. Conozco a mucha gente que está tratando de conocer
la plenitud de Dios, solo para poder usar a Dios.
EL JOVEN PREDICADOR
Un joven predicador me fue a ver cuando estaba yo en Huntington, West
Virginia, y me dijo: “Hermano Reidhead, tengo una iglesia grandiosa,
un programa de escuela dominical maravilloso y el ministerio de radio
está creciendo cada día, pero siento una necesidad personal,
una carencia interior; necesito ser bautizado en el Espíritu
Santo, necesito ser lleno del Espíritu. Una persona me dijo
que Dios había tratado con usted de forma especial y por eso
vine. Me pregunto si me podría ayudar.”
Miré al joven, y... ¿saben a quién se parecía?
A MÍ. Se parecía a mí. Vi en él todo lo
que había en mí. Pensaste que iba a decir “a lo
que había en mí antes de que”... Pues, no. Escucha:
Si alguna vez te has visto a ti mismo, sabes que nunca vas a ser más
de lo que eras. “Porque yo sé que en mí, esto
es, en mi carne, no mora el bien...” Se parecía a mí.
Ese joven era como un hombre que llega a la gasolinera en un Cadillac,
y le dice al del servicio: “Llénalo, amigo, ¡con
la gasolina de mayor octanaje que tengas!”. Bueno, así
es como ese joven se veía. Él solo quería el
poder para mejorar su programa. Y Dios no va a ser un medio para los
fines de nadie.
Yo le dije: Estoy sumamente apenado, pero no creo poder ayudarlo.
Me preguntó: ¿Por qué? Y le contesté:
No creo que usted esté listo. Mire, nada más imagínese...,
es que usted llega..., con un Cádillac: su escuela dominical,
su programa de radio y su iglesia. Todo lo que ha logrado viene siendo
para usted, como poseer un Cádillac. Eso está muy bien...
Le ha ido sumamente bien sin el poder del Espíritu Santo.
Eso es lo que un cristiano chino dijo cuando regresó a China
y le preguntaron: “¿Qué fue lo que más
te impresionó de Estados Unidos?”. Y respondió:
“Las grandes cosas que los estadounidenses pueden lograr sin
Dios.”
Este joven predicador que me fue a buscar, había logrado bastante
sin Dios, como él mismo reconoció. Y lo que me pedía
era un poco de poder para lograr sus fines todavía más
altos. Yo le dije: No..., no... En este momento usted está
sentado detrás del volante de su Cádillac y le está
diciendo a Dios: ‘Dame poder para que pueda avanzar’,
y esto no es así. Usted tiene que hacerse a un lado.
Pero conocía al tipo..., porque me conocía a mí
mismo. Y le expresé: No, eso nunca va a funcionar. Tiene usted
que pasarse al asiento de atrás. Pero me parecía verlo...,
estirándose desde atrás para alcanzar el volante. No,
le manifesté, tampoco es así. Si usted quiere manejar
desde el asiento de atrás, tampoco va a funcionar.
Tuve que decirle: Antes de que Dios pueda hacer algo con usted, ¿sabe
qué tiene que hacer? Me preguntó: ¿Qué?
Y yo le contesté: Tiene que salirse del coche, sacar las llaves,
abrir la cajuela (el portaequipaje), entregarle las llaves al Señor
Jesús, meterse a la cajuela, cerrar la tapa y susurrar por
la cerradura: “Señor, mira, ponle de la gasolina que
quieras y tú conduce. El coche es tuyo de ahora en adelante.”
Por eso es que muchas de las personas que conocemos no entran a la
plenitud de Cristo; porque quieren convertirse en levitas que se venden
por diez monedas y una camisa. Han estado sirviendo a Micaía,
pero creen que si tuvieran el poder del Espíritu Santo podrían
servir a la tribu de Dan. Y nunca va a funcionar. De esa manera, nunca
va a funcionar.
Solo hay una razón por la cual Dios te necesita, y es para
llevarte al punto en el que, gracias a tu arrepentimiento, seas perdonado.
Así, Él recibe la gloria. Y cuando, en victoria, has
sido llevado al patíbulo para que Él reine, y permaneces
en Su plenitud, Jesucristo puede vivir y caminar en ti.
Tu actitud debe ser como la del Señor, cuando dijo: “No
puedo hacer nada por mí mismo”. Así que, siguiendo
su ejemplo, yo no puedo hablar por mí mismo. Ni tampoco me
toca a mí hacer los planes. La única razón de
mi existir debe ser la gloria de Dios en Jesucristo.
Si yo te dijera: “Ven a recibir la salvación para que
puedas ir al cielo, ven a la cruz para que puedas tener gozo y victoria,
ven a la plenitud del Espíritu para que puedas estar satisfecho”,
estaría cayendo en la trampa del humanismo. Por lo tanto, voy
a decirte, querido amigo, si estás por allí sin Cristo:
Ven a Jesucristo y sírvele el resto de tu vida, sin importar
si al final del camino te vas al infierno; ¡hazlo, solo porque
Él es digno!
Y te digo a ti, amigo cristiano: Ven a la cruz a unirte con Él
en su muerte y entra a todo lo que significa morir para que Él
pueda tener gloria. Te digo a ti, querido cristiano: Si no conoces
la plenitud del Espíritu Santo, ven y presenta tu cuerpo como
sacrificio vivo, y deja que Él te llene, para que en ti se
cumpla el propósito de su venida y Él sea glorificado
a través de tu vida. No es lo que tú vas a obtener de
Dios, es lo que Dios va a obtener de ti.
De una vez por todas, vamos a deshacernos del cristianismo utilitario
que hace de Dios un medio, en lugar del fin glorioso que es. Renunciemos
a eso. Digámosle a Micaía que ya se acabó, que
ya no vamos a ser sus sacerdotes que sirven por diez monedas y una
camisa. Vamos a decirle a la tribu de Dan que se acabó. Y vengamos
a echarnos a los pies atravesados por un clavo, a los pies del Hijo
de Dios, y digámosle que vamos a obedecerlo y a amarlo y a
servirlo por el resto de nuestra vida, ¡SOLO PORQUE ÉL
ES DIGNO!
LOS MORAVOS
Les voy a contar algo: Dos jóvenes moravos escucharon acerca
de una isla en las Antillas (la isla se llama Santo Tomás,
y se encuentra en lo que ahora se conoce como el Caribe), donde el
propietario, un inglés, tenía entre dos y tres mil esclavos.
Supieron que el dueño había ordenado: “Ningún
predicador ni sacerdote puede poner un pie en esta isla. Si naufraga,
lo mantendremos en una casa, separado, hasta que tenga que irse; pero
jamás nos hablará, a ninguno de nosotros, acerca de
Dios. Estoy harto de esas tonterías.”
Así que, tres mil esclavos de las selvas africanas habían
sido llevados a una isla en el Atlántico para vivir y morir
sin poder escuchar jamás de Cristo.
Estos dos jóvenes moravos (Moravia formaba parte de la República
Checa), cuando se enteraron, se vendieron como esclavos al propietario
de la isla. Y utilizaron el dinero que recibieron de su propia venta
para pagar su transporte a la isla, porque el dueño no les
pagó más de lo que hubiera pagado por cualquier esclavo,
ya que ni siquiera quería transportarlos.
Muchos moravos llegaron desde Herrenhut, Alemania, para despedirse
de estos dos jóvenes, de apenas veintitantos años, porque
se iban para nunca volver. Y es que no era un viaje de misiones de
cuatro años; se vendieron para ser esclavos de por vida, ya
que, por ser cristianos, la única forma de poder estar en la
isla, era irse así, como esclavos. Sus familias estaban ahí,
llorando, porque sabían que nunca los volverían a ver.
Y se preguntaban cómo sería el lugar a donde iban y
cuestionaban si habría sido sabia su decisión.
El barco salió del muelle, en Hamburgo, y comenzó a
dirigirse hacia el Mar del Norte, lentamente, llevado por la marea.
Cuando la distancia se fue haciendo mayor, el decorado comenzó
a ser retirado. Lo estaban enrollando, sobre el muelle, y los dos
jóvenes, desde el barco, veían cómo se alejaban
cada vez más. Entonces, uno de ellos, con un brazo trenzado
en el de su compañero, levantó la voz y gritó
fuertemente, a través de esa distancia, las últimas
palabras que se escucharon de ellos: “¡QUE EL CORDERO
QUE FUE INMOLADO RECIBA LA RECOMPENSA POR SU SUFRIMIENTO!”
Estas palabras se convirtieron en el llamado de las misiones moravas.
Y ésta es la única razón de existir: que el Cordero
que fue inmolado reciba la recompensa por su sufrimiento.
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