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DIEZ MONEDAS Y UNA CAMISA
¿Eres un levita sirviendo a Dios por diez monedas y una camisa?
por Paris Reidhead

INTRODUCCIÓN:
Cómo surgió este Mensaje

En más de cincuenta años que llevo de predicar y enseñar, “Diez monedas y una Camisa” es el único mensaje que me he sentido obligado a explicar cómo surgió.

A mediados de la década de los sesenta, asistí a un congreso de verano de la Fraternidad Betania, en Minneapolis, Minnesota, en los E.E.U.U. Era martes por la mañana, y me estaba preparando para predicar ante los asistentes al evento. Acababa de desayunar y había regresado a mi habitación para orar y meditar en lo que diría, cuando de pronto, sentí la extraña impresión de que no debía exponer lo que había dispuesto para la sesión, y que, más bien, era necesario que les hablara de otra cosa, así que decidí cambiarlo.

Me puse a orar y recordé un mensaje que ya había comenzado a preparar para los miembros de la congregación en Nueva York, de la cual yo era pastor en esa época. No traía aquellos apuntes, porque los había dejado en mi oficina en una carpeta, pero me estaba acordando de algunos fragmentos, así que escribí al reverso de un sobre vacío que encontré en el escritorio de mi habitación. Anoté los versículos que en ese momento decidí usar y una o dos ideas que me vinieron a la mente. Metí el sobre en la Biblia, marcando el capítulo 17 de Jueces y salí del cuarto.

Como no estaba bien preparado, no estaba seguro de lo que compartiría, así que, con mi ser completamente rendido en las manos del Señor, caminé hacia el auditorio, donde me esperaban entre cuatrocientas y quinientas personas para escuchar al Señor, hablar por medio de mí.

Expuse el mensaje y al final hice el llamado. En poco tiempo, la parte de enfrente del auditorio estaba llena de personas quebrantadas buscando a Dios... El congreso pronto terminó y regresé a la ciudad de Nueva York a continuar con mi ministerio.
Casi diez años después, uno de los miembros de la Fraternidad Betania, que había ido a aquel congreso de verano, estaba en Washington, D. C., a donde nos habíamos mudado y desde donde todavía ministramos. Y me hizo un comentario: “Paris, quiero decirte que Dios ha utilizado tu mensaje ‘Diez monedas y una camisa’ en repetidas ocasiones en mi vida.”

Yo no sabía a qué se refería, pues nunca había vuelto a predicar lo mismo que compartí ese día. La esencia de lo que aquella vez dije, se encuentra en otras conferencias que he dado, pero el mensaje exacto solo lo prediqué en esa ocasión.

Una o dos semanas después, otra persona, Harry Conn, de Rockford, Illinois, llegó a Washington y me invitó a cenar con él. En el transcurso de la cena me comentó: “Compré docenas de copias de tu mensaje ‘Diez monedas y una camisa’ para regalarlas, y Dios lo ha estado usando en la vida de las personas”. En respuesta, le dije: “Si todavía conservas una copia, me gustaría que me la enviaras, para recordar lo que compartí.” Pasaron unos cuantos días, y el casete llegó.

Como no tengo una casetera en la oficina, puse el casete en la máquina de dictado que tengo en el escritorio y lo escuché por medio de un altavoz tamaño miniatura que viene en la máquina. Había pasado tanto tiempo y el sonido salía tan distorsionado, que pude escucharlo sin pensar en la persona que estaba hablando; tanto, que hubo momentos en los que llegué a sentir ganas de exclamar: “¡Así es! ¡Me encantaría haber dicho eso!” Luego, recordaba que lo había dicho yo. Bueno..., no..., no realmente...

Me di cuenta de que ese martes por la mañana, durante aquel congreso de verano, Dios había podido transmitir a la gente lo que él había querido, gracias a que llegué a ese lugar con las manos vacías.

Quiero dejar en claro que no me adjudico el crédito de nada de lo bueno y fructífero que ha sido este mensaje. En los últimos dieciséis años se han vendido miles de copias en casete, y de esas copias se han hecho miles más; pero yo nunca lo he vuelto a predicar, ni lo volveré a hacer; tampoco ha sido editado ni publicado, ni lo será.

Este es el mensaje, tal y como el Señor lo dio en esa ocasión, cuando, así como escogió usar a la burra de Balaam, usó a otro que estaba completamente rendido a Él.

Paris Reidhead


NOTA DEL EDITOR:

Paris Reidhead dijo en 1962 que este mensaje no iba a ser editado ni publicado, pero, como siempre que habla el Señor, fue tan universal, que ha trascendido el tiempo y el espacio. No ha dejado de reproducirse en su idioma original, el inglés. Ahora, por primera vez, se traduce a otro idioma y se publica en español, pero su deseo ha sido concedido: no se ha cambiado nada del contenido. Lo que ustedes van a leer es una fiel traducción, contextualizada para el mundo hispano, que lo ha resguardado tal y como el Señor se lo dio en esa ocasión.


Diez Monedas y una Camisa
¿Eres un levita sirviendo a Dios por diez monedas y una camisa?
Bethany Missionary Church (Iglesia Misionera Betania)
Minneapolis, Minnesota, E.E.U.U.
10 de julio de 1962


EL TRASFONDO

Hoy me gustaría hablarles del tema “Diez monedas y una Camisa”, tal y como lo encontramos en Jueces capítulo 17. Primero voy a leer todo el capítulo 17 y luego voy a leer fragmentos del capítulo 18, para que tengamos claro el contexto.

Antes, permítanme comentarles un poco acerca del trasfondo de este suceso: Los amorreos se rehusaron a permitir a los de la tribu de Dan que tuvieran acceso a Jerusalén, y los habían confinado a vivir en el monte de Efraín. Es triste cuando el pueblo de Dios le permite al mundo que lo arrincone en una posición incómoda.

Así que no podían ir a Jerusalén, como acostumbraban, y encontramos que esto provocó los problemas que estamos a punto de ver.
Jueces 17:1-13

Hubo un hombre del monte de Efraín, que se llamaba Micaía, el cual dijo a su madre: Los mil cien siclos de plata que te fueron hurtados, acerca de los cuales maldijiste, y de los cuales me hablaste, he aquí el dinero está en mi poder; yo lo tomé. Entonces la madre dijo: Bendito seas de Jehová, hijo mío. Y él devolvió los mil cien siclos de plata a su madre; y su madre dijo: En verdad he dedicado el dinero a Jehová por mi hijo, para hacer una imagen de talla y una de fundición; ahora, pues, yo te lo devuelvo. Mas él devolvió el dinero a su madre, y tomó su madre doscientos siclos de plata y los dio al fundidor, quien hizo de ellos una imagen de talla y una de fundición, la cual fue puesta en la casa de Micaía. Y este hombre Micaía tuvo casa de dioses, e hizo efod y terafines, y consagró a uno de sus hijos para que fuera su sacerdote. En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía.

Y había un joven de Belén de Judá, de la tribu de Judá, el cual era levita, y forastero allí. Este hombre partió de la ciudad de Belén de Judá para ir a vivir donde pudiera encontrar lugar; y llegando en su camino al monte de Efraín, vino a casa de Micaía. Y Micaía le dijo: ¿De dónde vienes? Y el levita le respondió: Soy de Belén de Judá, y voy a vivir donde pueda encontrar lugar. Entonces Micaía le dijo: Quédate en mi casa, y serás para mí padre y sacerdote; y yo te daré diez siclos de plata por año, vestidos y comida. Y el levita se quedó. Agradó, pues, al levita morar con aquel hombre, y fue para él como uno de sus hijos. Y Micaía consagró al levita, y aquel joven le servía de sacerdote, y permaneció en casa de Micaía. Y Micaía dijo: Ahora sé que Jehová me prosperará, porque tengo un levita por sacerdote.

Jueces 18:1-6

En aquellos días no había rey en Israel. Y en aquellos días la tribu de Dan buscaba posesión para sí donde habitar, porque hasta entonces no había tenido posesión entre las tribus de Israel. Y los hijos de Dan enviaron de su tribu cinco hombres de entre ellos, hombres valientes, de Zora y Estaol, para que reconociesen y explorasen bien la tierra; y les dijeron: Id y reconoced la tierra. Estos vinieron al monte de Efraín, hasta la casa de Micaía, y allí posaron. Cuando estaban cerca de la casa de Micaía, reconocieron la voz del joven levita; y llegando allá, le dijeron: ¿Quién te ha traído acá? ¿y qué haces aquí? ¿y qué tienes tú por aquí? Él les respondió: De esta y de esta manera ha hecho conmigo Micaía, y me ha tomado para que sea su sacerdote. Y ellos le dijeron: Pregunta, pues, ahora a Dios, para que sepamos si ha de prosperar este viaje que hacemos. Y el sacerdote les respondió: Id en paz; delante de Jehová está vuestro camino en que andáis.

Jueces 18:14-21

Entonces aquellos cinco hombres que habían ido a reconocer la tierra de Lais dijeron a sus hermanos: ¿No sabéis que en estas casas hay efod y terafines, y una imagen de talla y una de fundición? Mirad, por tanto, lo que habéis de hacer. Cuando llegaron allá, vinieron a la casa del joven levita, en casa de Micaía, y le preguntaron cómo estaba. Y los seiscientos hombres, que eran de los hijos de Dan, estaban armados de sus armas de guerra a la entrada de la puerta. Y subiendo los cinco hombres que habían ido a reconocer la tierra, entraron allá y tomaron la imagen de talla, el efod, los terafines y la imagen de fundición, mientras estaba el sacerdote a la entrada de la puerta con los seiscientos hombres armados de armas de guerra. Entrando, pues, aquéllos en la casa de Micaía, tomaron la imagen de talla, el efod, los terafines y la imagen de fundición. Y el sacerdote les dijo: ¿Qué hacéis vosotros? Y ellos le respondieron: Calla, pon la mano sobre tu boca, y vente con nosotros, para que seas nuestro padre y sacerdote. ¿Es mejor que seas tú sacerdote en casa de un solo hombre, que de una tribu y familia de Israel? Y se alegró el corazón del sacerdote, el cual tomó el efod y los terafines y la imagen, y se fue en medio del pueblo. Y ellos se volvieron y partieron, y pusieron los niños, el ganado y el bagaje por delante.

LA HISTORIA

Bueno, en realidad este pasaje no es, propiamente, parte de la historia de los jueces, sino la recopilación de algunos relatos que nos permiten observar la condición social que existía durante el periodo en el que no había rey en Israel y cada quien hacia lo que bien le parecía.

Por el contexto, comprendemos que Micaía no podía llegar hasta Jerusalén y que, quizá por eso y por alguna razón afín a su devoción, decidió edificar en su propiedad una réplica del templo. Construyó lo que él pensó sería un edificio apropiado. Y elaboró además los utensilios del tabernáculo, porque eran parte del mobiliario que tenía el templo, como el efod, entre ellos; pero también agregó algunas cosas de los pueblos que vivían alrededor, como terafines e imágenes que Dios había prohibido. Los terafines eran los ídolos que Raquel le robó a su padre.

Pero, no obstante, como podemos ver, tenía el deseo de hacer las cosas lo mejor que pudiera. Así que tomó un poco de lo que el mundo decía y un poco de lo que Dios le había revelado a Israel, y lo mezcló, pensando que agradaría al Señor. Y cuando un predicador, un joven levita errante, llegó de Belén, la ciudad perteneciente a Judá, por supuesto, estaba fascinado más de lo que podía expresar, ya que él también era levita y su madre era de la tribu de Judá. Aunque Micaía era de la tribu de Leví, Dios les había dado permiso, por medio de Moisés, de unirse y de casarse con personas de las otras doce tribus de Israel.

Al joven no le gustaba la manera de vivir de los levitas, pues debían vivir de lo que los demás les ofrendaban; y además, tenía un impulso irresistible por viajar, por lo cual salió del lugar donde vivía, a ver si podía arreglárselas mejor por su propia cuenta.

Sentía que ser levita era bueno y, además, creía que podría obtener algunas ventajas por serlo. Así, fue como llegó a casa de Micaía.

Allí esperó, lo invitaron a pasar y le pidieron que se convirtiera en su sacerdote. Y Micaía hizo un trato con él. Le dijo: “Quédate en mi casa, y serás para mí, padre y sacerdote; y yo te daré diez siclos de plata por año, vestidos y comida”. O sea que le ofreció diez monedas y un traje para cubrirse. Como saben, en esa época, la gente usaba lo que llamaban “gelavia”, una especie de túnica, como un camisón extra grande. No sé si es exactamente eso, pero por lo menos es un término apropiado... sí, un camisón, una camisa; es algo parecido. Así que le dio ropa, o un cambio de vestuario, comida y diez monedas al año. Para él, era una buena oportunidad, así que decidió quedarse y formar parte de la mezcla de idolatría y demás que había en casa de Micaía.

Poco después, vinieron unos espías de la tribu de Dan, otra de las doce tribus de Israel. Ellos debieron haber expulsado de sus tierras a los amorreos, pero los amorreos eran un pueblo difícil, así que los de Dan andaban buscando otro pueblo que fuera más fácil de expulsar, para asentarse en su territorio. Y llegaron a casa de Micaía. Y como ya leímos en la Biblia, cuando le pidieron al levita que le preguntara a Dios qué debían hacer, él les indicó que siguieran adelante. (En el pasaje lo pueden ver.)

Entonces, al obedecerlo y seguir su camino, descubrieron que el pueblo que estaba allí, los de Lais, era semejante a los sidonios. Gente pacífica, sin protección. Así que pensaron que sería un buen lugar para hacerse de tierras.

Después, cuando ya los espías regresaron con un ejército para conquistar la zona, pensaron que, como habían encontrado ese lugar gracias al joven levita, sería espléndido contar con su ayuda. Así que se dirigieron a donde vivía Micaía y saquearon su casa. Le quitaron todas las cosas que él había hecho, las cuales le habían costado bastante dinero; porque, por lo menos, se requirieron de doscientos siclos de plata para hacer tan solo dos imágenes. Lo tomaron todo, se lo apropiaron y se llevaron también al levita.

Fue algo duro para Micaía. Pero, por el contrario, pueden observar que fue sorprendente lo rápido que el joven levita pudo aceptar lo que estaba sucediendo, con tan solo razonarlo un poco: hasta donde él podía ver, sería más importante al servir a una tribu que a una familia; además de que podría ministrar a muchos más. Por lo cual, justificó su decisión considerando que era sabia; y por eso, cuando le dijeron: “Calla, pon la mano sobre tu boca, y vente con nosotros”, y sacaron los utensilios y el mobiliario de la pequeña capilla que Micaía había construido, pudo aliarse con ellos y quedarse callado sin que su conciencia sufriera ni un raspón.
Sin duda, era un hombre astuto, ya que el lugar que escogió para viajar no fue al frente, donde podría haber peligro, ni en la retaguardia, sino justo en el centro, pues así, si Micaía enviaba a sus siervos para que lo llevaran de regreso, él estaría a salvo teniendo soldados a su alrededor.

EL PRAGMATISMO

¿Cómo podemos llamarle a esto y cómo lo aplicaríamos a la generación de nuestros días? ¿Sería inapropiado si les hablara un rato acerca de la religión utilitaria (la que pone la utilidad por sobre todas las cosas), del cristianismo convenenciero y de un “moderno Dios”?

Me gustaría llevar su atención al hecho de que en nuestra época la filosofía imperante es el pragmatismo. Ustedes saben lo que quiero decir con pragmatismo: significa que, si funciona, es verdad; si tiene éxito, es bueno. Y todas sus prácticas, todos sus principios, toda su verdad, todas sus llamadas “enseñanzas”, las prueban preguntándose: ¿funciona?, ¿funcionan?

Ahora bien, si evaluamos las cosas de acuerdo al pragmatismo, algunos de los hombres que Dios ha honrado más, han sido los mayores fracasados.

Por ejemplo, Noé fue un gran constructor de barcos; sin embargo, ésa no fue su principal ocupación, sino la predicación. Y como predicador fue un fracaso total: solo convenció a su esposa, a sus tres hijos y a sus nueras. ¡Siete convertidos en ciento veinte años!... Yo no lo llamaría particularmente efectivo. En un caso así, antes de que pasara tanto tiempo, la mayoría de las organizaciones misioneras les pedirían a sus misioneros que se retiraran. Como constructor de barcos le fue bastante bien, pero como predicador... fue un fracaso.

Años más tarde, nos encontramos con Jeremías. Él sí era un poderoso predicador, pero ineficaz también en cuanto a resultados. Si midieran estadísticamente lo exitoso que fue Jeremías, probablemente obtendría un gran cero. Porque encontramos que no tuvo buenos resultados con el pueblo, no tuvo buenos resultados con la realeza, incluso el consejo ministerial de su época votó en su contra y no querían nada que tuviera que ver con él. Al único que “al parecer” fue capaz de agradar, fue a Dios... pero, “aparte de eso”, fue un claro fracasado.

Y así, llegamos a otra persona reconocida: el Señor Jesucristo, quien, según el pragmatismo, fue un fracaso de acuerdo con todos los estándares, ya que nunca fundó una iglesia o denominación, “no fue capaz” de construir una escuela, no tuvo éxito por establecer una asociación misionera, jamás publicó un libro, ni llegó a usar siquiera uno de los varios criterios o herramientas que nos son tan útiles en la actualidad. (No estoy siendo sarcástico, en realidad son útiles.)

Nuestro Señor predicó durante tres años, sanó a miles de personas, alimentó a varios miles más; y aun así, cuando todo terminó, solo hubo entre ciento veinte... digamos... ¡apenas quinientos! a los que pudo revelarse después de su resurrección.
El día en que fue entregado, un hombre le dijo: “Si los demás te abandonan, yo estoy dispuesto a morir por ti.” Él lo miró y le dijo: “Pedro, no conoces tu propio corazón. Vas a negarme tres veces antes de que el gallo cante esta mañana.” Así que..., todos... lo abandonaron y huyeron.

Sí, comparado con cualquier estándar de nuestra generación o de cualquier otra generación, nuestro Señor fue un claro fracasado.
La pregunta entonces se reduce a lo siguiente: ¿Cuál es el estándar del éxito y cómo vamos a medir nuestra vida y nuestro ministerio?

Y la pregunta que se van a hacer a ustedes mismos es: ¿Para mí, Dios es un fin o es un medio?

Tienen que decidir desde el principio de su vida cristiana si están considerando a Dios como un medio o como un fin, pues nuestra generación está dispuesta a honrar y a mencionar como destacado a cualquiera que tenga éxito, sin importar que haya resuelto esta cuestión o no. Mientras haga las cosas, cumpla con su trabajo y se pueda decir de esa persona: “Funciona, ¿no?”, entonces nuestra generación está lista para decir: “Bueno, se lo tenemos que reconocer.”

Así que, es necesario preguntarnos, ya sea al principio de nuestro ministerio o a la mitad de nuestro peregrinar, mientras vamos caminando: ¿Vamos a ser levitas que sirvan a Dios por diez monedas y una camisa?

A veces, al igual que ese levita, servimos a los hombres en nombre de Dios, en lugar de servir a Dios. Porque, aunque él era un levita y desempeñaba actividades religiosas, en realidad estaba buscando un lugar. Un lugar en el que lo reconocieran, un lugar en el que lo aceptaran, donde le dieran seguridad y pudiera brillar de acuerdo a los valores que para él eran importantes. Él se dedicaba a servir en actividades religiosas, ése era su negocio, por lo cual quería conseguir un empleo religioso. Por eso se alegró mucho cuando se enteró de que Micaía tenía una vacante.

Él había decidido que valía diez monedas y una camisa, y estaba listo para venderse a cualquiera que le diera eso. Pero si alguien llegaba por el camino y le ofrecía más, como sucedió, se vendería a esa persona. Él se puso un precio y decidió que sus actividades eran solo un medio para obtener un fin. Dios era el medio para conseguir su fin.

EL HUMANISMO

Ahora bien, con el propósito de comprender lo que esto implica en el siglo XX necesitamos irnos cien o ciento cincuenta años atrás, al momento cuando hubo un fuerte ataque sobre el cristianismo, justo después de los grandes avivamientos en Estados Unidos, cuando Finney fue utilizado grandemente por Dios.

El Espíritu Santo había sido derramado con poder sobre ciertas porciones de nuestro país, y de pronto, vino un abierto ataque a nuestra fe, desde Europa, por medio de tremendas críticas. Darwin acababa de postular su teoría de la evolución, y algunos filósofos la adaptaron a sus filosofías y los teólogos la aplicaron a las Escrituras.

Así que, podemos marcar el inicio de un ataque frontal en contra de la Palabra de Dios, alrededor de 1850. Satanás siempre la había estado atacando insidiosamente; sin embargo, en ese momento se abrió la temporada de caza sobre el Libro, una temporada de caza, franca, sobre la Iglesia.

En ese tiempo, Voltaire llegó a declarar que viviría para ver cuando la Biblia se convirtiera en una reliquia que solo se encontraría en museos, pues sería totalmente destruida por los argumentos que estaba presentando con tanto ahínco en su contra.

¿Y cuál fue el resultado de ese ataque?, que el humanismo se convirtió en la filosofía de la época. Se podría definir al humanismo de la siguiente manera: El humanismo es una declaración filosófica que establece que el fin de todo lo que existe es la felicidad humana; que la razón de la existencia del hombre es la felicidad.

Ahora bien, de acuerdo con el humanismo, la salvación solo es un asunto de obtener toda la felicidad que se pueda.

Si uno es influenciado por alguien como Nietzsche, quien dice que la única verdadera satisfacción en la vida es el poder; que el poder se justifica a sí mismo; que, después de todo, el mundo es una jungla; luego, entonces, depende del hombre ser feliz, al llegar a ser poderoso. Debe volverse poderoso por todos los medios que pueda utilizar, porque solo en esa posición de ascensión puede ser feliz.

Con el correr del tiempo, el humanismo produciría a un Hitler, quien tomaría la filosofía de Nietzsche como su principio de dirección, guía y operación, y quien le dijo a su pueblo: “Estamos destinados a dominar el mundo, por lo tanto, cualquier medio que podamos usar para lograrlo es nuestra salvación.”

Pero alguien más volteó y dijo: “Bueno, no. El fin de la existencia es la felicidad, sí, pero la felicidad no proviene de ejercer autoridad sobre la gente, la felicidad se obtiene de las experiencias sensuales.”

Y ese pensamiento dio como resultado el tipo de existencialismo que caracteriza a la Francia de hoy, que ha dado origen a la filosofía “hippie” en Estados Unidos y a la asquerosa sensualidad de nuestro país. Así que, ya que el hombre es esencialmente un animal glandular, cuyos momentos de mayor éxtasis provienen del ejercicio de sus glándulas, la salvación sería simplemente encontrar la forma más deseable de gratificar esta parte de una persona. Y este tipo de pensamiento llegó a ser el resultado del humanismo, al decir que el fin de todo lo que existe es la felicidad del hombre.

John Dewey, un filósofo estadounidense que influenció la educación, fue capaz de persuadir a los educadores de que no existían estándares absolutos, de que los niños no tienen que ser educados con ningún modelo en particular. Para él, el fin de la educación es simplemente permitirle al niño expresarse a sí mismo y desarrollar lo que es, para que encuentre su felicidad al ser lo que él quiera ser.

Así que obtuvimos una permisividad cultural, en la que cada persona puede hacer lo que le parezca bien, y en la que no hay un Dios que gobierna sobre nosotros. La Biblia ha sido desechada, rechazada y desaprobada. Dios, destronado: Él no existe.

Obviamente, no tiene una relación personal con los individuos. Jesucristo fue un mito o solo un hombre. Eso es lo que se ha enseñado. El fin de nuestra existencia es la felicidad. El individuo puede establecer los estándares de su propia felicidad e interpretarlos a su manera.

Ahora bien, como la religión tenía que seguir existiendo, porque muchas personas vivían de eso, tuvieron que encontrar una manera de justificar su existencia.

EL LIBERALISMO Y FUNDAMENTALISMO

Así que, alrededor de 1850, la Iglesia se dividió en dos grupos; uno de los cuales fue el de los liberales, que aceptaron la filosofía del humanismo, y trataron de obtener cierta fama diciéndole algo así a su generación: “Ja, ja, ...bueno, pues... no estamos seguros de que exista el cielo ni tampoco de que exista el infierno; pero sí sabemos que ¡tienes setenta años para vivir! Y también sabemos que puedes beneficiarte mucho con la poesía, con los pensamientos sublimes y con las ‘nobles aspiraciones’.

“Por lo tanto, es importante que vengas a la iglesia los domingos para que podamos leer un poco de poesía, y para que te demos algunos refranes y axiomas que te ayuden a vivir. No te podemos decir nada acerca de lo que va a suceder cuando mueras, pero sí te vamos a decir esto: si vienes todas las semanas y pagas y ayudas y te quedas con nosotros, vamos a ponerle amortiguadores a tu carreta y tu viaje será más cómodo. No podemos garantizarte lo que vaya a suceder cuando mueras, pero si vienes con nosotros, vamos a hacer que seas más feliz mientras vivas.”

Así que este tipo de pensamiento se convirtió en la esencia del liberalismo: tratar de poner un poco de azúcar en el amargo café de la travesía humana, para endulzarla un rato. Eso era todo lo que el liberalismo podía decir.

Bueno, en ese momento, como ahora, la filosofía del ambiente era el humanismo. El fin principal de la existencia era la felicidad del hombre. Pero había otro grupo de personas que se habían mantenido lejos de los liberales (éste es el grupo al que yo pertenezco): los fundamentalistas. Cada uno de ellos decía: “¡Creo en que la Biblia fue inspirada por Dios! ¡Creo en la deidad de Jesucristo! ¡Creo en el infierno! ¡Creo en el cielo! ¡Creo en la muerte, en la sepultura y en la resurrección de Cristo!”

Pero recuerden: el ambiente es el humanismo. Y el humanismo dice que el fin principal de todo lo que existe es la felicidad del hombre. El humanismo es como el hedor que sale de un foso; lo contamina todo. El humanismo es como una enfermedad, como una epidemia; está por todos lados.

Así que no pasó mucho tiempo antes de que las cosas cambiaran. Al principio, los fundamentalistas se reconocían entre sí, porque decían: “¡Yo creo estas cosas!” Eran hombres que en su mayoría se habían encontrado personalmente con Dios. Pero, poco después de haber dicho: “Éstas son las cosas que nos establecen como fundamentalistas”, la siguiente generación dijo: “¡Así es como cualquiera llega a ser un fundamentalista! ¡Es bueno que creas en la inspiración de la Biblia! ¡Cree en la deidad de Cristo! ¡Cree en su muerte, su sepultura y su resurrección! ¡Sé un fundamentalista!”

Hasta que, finalmente, el humanismo llegó a nuestra generación, en la que todo el plan de salvación se resume en aceptar algunas declaraciones de doctrina, y en la cual se considera cristiana a una persona porque puede decir que “sí” a cuatro o cinco preguntas que le hagan. Si sabe en qué momento decir que “sí”, alguien le da una palmada en la espalda, le estrecha la mano y le dice: “¡Hermano, eres salvo!”

Ha llegado al punto en el cual la salvación no es otra cosa, mas que aceptar un esquema o fórmula. Y, el fin de esto, es la felicidad del hombre... Porque el humanismo ha penetrado.

Si se analizara el fundamentalismo actual en contraste con el liberalismo de hace un siglo, tal y como se desarrolló, porque no le estoy marcando una fecha exacta, el resultado sería algo como esto: El liberal de hace un siglo decía que el fin de la religión es hacer feliz al hombre mientras viva, y el fundamentalista actual dice que el fin de la religión es hacer feliz al hombre cuando muera.

Pero, otra vez, se está proclamando que el fin de toda la religión es la felicidad del hombre.

El liberal decía: “Por medio del cambio social y del orden político terminaremos con la corrupción, el alcoholismo, la drogadicción y la pobreza. Vamos a traer el cielo a la tierra. Vamos a hacerte feliz mientras estés vivo!” Así que, los liberales trataron de poner en práctica el humanismo; sin embargo, terminaron con un terrible “shock” cuando llegó la Primera Guerra Mundial, y quedaron completamente perplejos ante la Segunda, porque parecía que no estaban llegando a ningún lado.

Los fundamentalistas actuales, siguiendo la línea de aquellos liberales, están sintonizándose en la misma frecuencia del humanismo. De manera que ahora encontramos algo así: “¡Acepta a Jesús para que puedas ir al cielo! ¡Tú no quieres ir a ese feo, viejo, sucio y ardiente infierno, cuando allá arriba hay un hermoso cielo! ¡Ven a Jesús para que puedas ir al cielo!”

Y el atractivo que ofrecen podría ser equivalente al egoísmo de dos hombres que están sentados en un café decidiendo robar un banco: ¡quieren obtener mucho por nada! Actualmente hay una manera de hacer el llamado a los pecadores, que más bien parece un plan para quitarle al propietario de una estación de gasolina las ganancias del sábado por la noche. ¡Eso es desear conseguir dinero sin trabajar!

Yo creo que el humanismo es una de las pestes filosóficas más mortíferas y letales que se han escurrido por la grieta del foso del infierno. Ha penetrado demasiado en nuestra religión. ¡Y se opone totalmente al cristianismo!

Lamentablemente, pocas veces se le puede reconocer. ¡Y aquí encontramos a Micaía, que quiere tener una pequeña capilla, y quiere tener un sacerdote, y quiere orar, y quiere ser devoto porque: “Ahora sé que el Señor me prosperará”! ¡Y ESTO ES EGOÍSMO! ¡Y ES PECADO!

Y lo mismo le sucede al levita. ¡Viene y se acomoda! ¡Porque quiere un lugar! ¡Quiere diez monedas y una camisa y su comida! Así que, para tener lo que quiere, y para que Micaía también tenga lo que quiere, ¡venden a Dios! ¡Por diez monedas y una camisa! ¡Y ÉSTA ES LA TRAICIÓN DE LOS SIGLOS!

Y es la traición en la que vivimos. ¡Y no veo cómo Dios pueda transformar esta situación, no veo cómo volverle a dar nueva vida! No podrá hacerlo hasta que regresemos al verdadero cristianismo, en oposición total y directa con el apestoso humanismo que ha sido adoptado por nuestra generación en el nombre de Cristo.

El humanismo... Temo que ha llegado a ser tan sutil que está en todos lados. ¿Qué es? ¡En esencia, es eso!

Y ese postulado filosófico, de que el fin de todo lo que existe es la felicidad del hombre, ha sido de alguna manera recubierto con términos evangélicos y doctrina bíblica, al extremo de que “Dios reina en el cielo para la felicidad del hombre”, de que “Jesucristo se encarnó para la felicidad del hombre”, de que “todos los ángeles existen en el...” ¡Todo es para la felicidad del hombre! ¡Y yo te digo que ese postulado no es cristiano!

¿No es el hombre feliz? ¿No tenía intenciones Dios de hacerlo feliz? Sí. Pero como “resultado de”, no como su propósito principal.

DR. SCHWEITZER

Les voy a platicar de un “buen hombre”, admirado por los pensadores raros de nuestra época, allá en África, el querido Dr. Schweitzer. Que Dios lo bendiga, es un hombre brillante: filósofo, doctor, músico, compositor; sin duda, un hombre brillante. El Dr. Schweitzer no es más cristiano... que esta flor, que esta rosa que vemos aquí. Y él consideraría un insulto personal si se dijera que él es un cristiano. Él no ve a Cristo como relevante para su filosofía o para su vida. Es un humanista.

Un día, el Dr. Schweitzer iba hacia la estación médica donde radicaba, navegando río arriba a lo ancho del Congo. Estaba sentado en la proa del barco, observando a los funcionarios del gobierno belga, que con sus rifles de alto poder iban disparándoles a los cocodrilos que se estaban asoleando en los bancos de lodo a lo largo del río. Eran tiradores expertos. Usaban esas balas expansivas que explotan dentro de los cocodrilos. Cada balazo los hacían dar volteretas en el aire a causa de la contracción de sus músculos.

Quizá ustedes me pregunten: “¿Y cómo sabe esos detalles?” Bueno, para mi vergüenza, fui culpable de lo mismo en el río Nilo.

Y allí estaban esos funcionarios, ése era su deporte. Metían a los cocodrilos en bolsas y llevaban la cuenta con un cordón que tenían en el mismo lugar donde guardaban su arma; le hacían nudos para que pudieran ver cuántos cocodrilos habían matado. ¡Un colosal desperdicio de vida!

Y allí fue donde Schweitzer vio la esencia de su filosofía. ¿Saben cuál es? Cuatro palabras: respeto a la vida... respeto a la vida. A la vida de los cocodrilos, a la vida humana y a cualquier tipo de vida.

Mi compañero misionero, George Kline, vivía a ochenta o noventa y cinco kilómetros de la estación donde se encontraba este Dr. Schweitzer. George lo conoce.

Miren, este Dr. Schweitzer está tan convencido de su “respeto a la vida” que no le gusta esterilizar su sala de operaciones. Tiene la sala de operaciones más sucia de África, “porque la bacteria es vida”; y no quiere lastimar a las bacterias benignas al matar a las malignas, así que las deja vivir juntas.

En una ocasión, su órgano se descompuso. Alguien le había enviado un órgano y los medios para ponerlo en uso. Mi amigo, George Kline, es un organista experto y también repara órganos, así que fue a visitar al Dr. Schweitzer, y el Dr. Schweitzer le dijo:
—¿George, crees que puedas reparar mi órgano? —Es probable que sí, déjame intentarlo. Así que le quitó la tapa trasera y, para su asombro, descubrió un nido inmenso de cucarachas. Con su característico entusiasmo y celo estadounidense, George comenzó a aplastar las cucarachas sin dejar que ninguna escapara.

Y el buen doctor salió de su habitación, con el cabello más parado de lo que había estado en mucho tiempo a causa de su enojo, y gritó: —¡Detente en este momento! —¿Por qué?, si están arruinando tu órgano. —No importa. Solo están haciendo lo que hacen por naturaleza, no las puedes matar por eso.

Entonces, uno de los muchachos entró y le dijo: — No se preocupe, Sr. Kline. Se agachó y con mucha ternura las levantó. Metió en una pequeña bolsa todas las cucarachas que encontró y enrolló la boca de la bolsa. Se las llevaron a la selva y ahí las soltaron.
Éste era un hombre que creía en su filosofía: respeto a la vida. ¡Vivía dedicado a ella por completo! ¡Congruente por completo! Incluso cuando se trataba de microbios o de cucarachas. ¿Lo ven? Eso es el humanismo. Bueno... y eso es congruencia.

Ahora les pregunto, ¿cuál es la filosofía de las misiones? ¿Cuál es la filosofía del evangelismo? ¿Cuál es la filosofía cristiana?
Si me preguntan por qué fui a África, les voy a decir que fui principalmente para “mejorar” la justicia de Dios. No pensaba que estuviera bien que nadie se fuera al infierno sin la oportunidad de ser salvo, así que fui “para darles a los pobres pecadores la oportunidad de irse al cielo”.

Ahora bien, no lo he explicado más, pero si analizan lo que acabo de decir, ¿saben qué es? Es humanismo. Yo simplemente estaba tratando de usar las provisiones de Jesucristo como un medio para mejorar las condiciones humanas de sufrimiento y pobreza.
Y cuando fui a África, descubrí que los africanos no eran unos paganos pobres e ignorantes corriendo por la selva, esperando que alguien les explicara cómo ir al cielo. ¡Eran monstruos de iniquidad! ¡Estaban viviendo en contra de y con un desprecio al conocimiento de Dios, mucho mayor de lo que imaginaba!

¡Ellos merecían el infierno, porque se rehusaban a caminar a la luz de sus conciencias, a la luz de la ley que ya tenían escrita sobre sus corazones con el testimonio de la naturaleza y la verdad!

Estaba tan enojado, que en una ocasión, al estar orando, le reclamé a Dios que me hubiera enviado con gente que no estaba esperando escuchar cómo llegar al cielo; pues cuando llegué ahí, me encontré con que ya sabían del cielo, y no querían ir allá porque amaban su pecado, preferían quedarse en él.

(El hermano Paris habla con gran pasión en este párrafo). Fui allá motivado por el humanismo. Había visto fotografías de leprosos, había visto fotografías de gente con llagas, había visto fotografías de funerales nativos... y yo no quería que mis semejantes humanos sufrieran eternamente en el infierno después de una existencia tan miserable en la tierra.

Pero fue allí, en África, donde Dios comenzó a arrancarme el recubrimiento de este humanismo.

Y fue ese día, cuando estuve orando en mi habitación, con la puerta cerrada, que luché con Dios. Porque ahí estaba yo, llegando a la conclusión, de que la gente que yo pensaba que era ignorante, y que quería saber cómo ir al cielo, y que estaba diciendo: “¡Que alguien venga a enseñarnos!”, en realidad no quería tomarse el tiempo de hablar conmigo ni con nadie más. No estaban interesados en la Biblia, ni en Cristo; y amaban su pecado y querían seguir en él. Y fue en ese lugar, en ese momento, donde sentí que todo el asunto era una burla, una farsa, ¡y que me habían visto la cara!

Allí, a solas en mi habitación, al enfrentar a Dios con toda franqueza, con lo que sentía en mi corazón, me pareció como si lo escuchara decirme: “Sí, Paris, así es. ¿Y el Juez de toda la tierra no hará justicia? Los impíos están perdidos y se van a ir al infierno; y no porque no hayan escuchado el Evangelio. ¡Se van a ir al infierno porque son pecadores que aman su pecado! Y porque se merecen el infierno. Pero... yo no te envié por ellos. No te envié por su causa.”

Y lo escuché claramente, como nunca; aunque no con una voz física, sino que era el eco de la verdad de los siglos, abriéndose camino a través de un corazón abierto. Escuché que Dios me dijo al corazón ese día algo así: “No te envié a África por causa de los perdidos, te envié a África por Mi Causa... ¡Se merecen el infierno! ¡Pero los amo! ¡Y yo sufrí las agonías del infierno por ellos! ¡No te envié por ellos! TE ENVIÉ POR MÍ... ¿No merezco la recompensa de mi sufrimiento? ¿No merezco a aquellos por quienes morí?”

¡Y eso lo puso todo de cabeza! ¡Y lo cambio todo! ¡Y lo colocó en la perspectiva correcta! ¡En ese momento dejé de trabajar para Micaía por diez monedas y una camisa! ¡Estaba sirviendo a un Dios vivo! Ya no estaba allí por causa de los perdidos. Estaba allí por el Salvador que sufrió las agonías del infierno por mí, aunque Él no lo merecía. Pero sí se los merecía a ellos, porque murió por ellos.

¿Lo ven? Déjenme concluir, déjenme resumir. El cristianismo establece: “El fin de todo lo que existe es la gloria de Dios.” El humanismo proclama: “El fin de todo lo que existe es la felicidad del hombre.” Uno de estos principios nació en el infierno: la deificación del hombre; el otro nació en el cielo: ¡la glorificación de Dios! Uno es un levita sirviendo a Micaía; el otro es un corazón que es indigno de servir al Dios vivo, porque ése es el honor más alto en el universo.

¡Y QUÉ HAY DE TI?

¿Y qué hay de ti? ¿Tú, por qué te arrepentiste? Me gustaría ver a algunas personas arrepentirse de nuevo en los términos bíblicos.
George Whitefiel entendió esto. Él estuvo una vez en Boston Commons hablando delante de veinte mil personas y les dijo: “Escuchen pecadores, ustedes son unos monstruos... ¡monstruos de iniquidad! ¡Se merecen el infierno! ¡Y lo peor de su crimen, es que, aunque han sido criminales, no han tenido la gracia de reconocerlo! ¡Y si no lloran por sus pecados y sus crímenes en contra de un Dios Santo, George Whitefield va a llorar por ustedes!”

Ese hombre levantaba la cabeza y lloraba como un bebé. ¿Por qué? ¿Porque estaban en peligro de ir al infierno? ¡No! Lloraba porque eran “monstruos de iniquidad”, que ni siquiera veían su pecado ni se preocupaban por sus crímenes. ¿Ven la diferencia?

¡La diferencia es que aquí, ahora, está alguien temblando porque va a ser herido en el infierno y ni siquiera se da cuenta de la enormidad de su pecado! ¡Y no entiende su insulto en contra de la Deidad! ¡Solo está temblando porque su piel está a punto de rostizarse! Tiene miedo. Y les digo que, aunque el miedo es una buena preparación para la gracia, no debemos quedarnos allí.

Y el Espíritu Santo no se detiene allí. Ésa es la razón por la cual nadie puede recibir a Cristo para salvación hasta que no se arrepienta. Y nadie se puede arrepentir hasta no haber sido convencido de pecado. Y la convicción es obra del Espíritu Santo, que ayuda al pecador a ver que es un criminal delante de Dios que se merece toda la ira de Dios; y que, si Dios lo enviara al último rincón del infierno para siempre durante diez eternidades, es porque al ver sus crímenes decide que se lo merece por completo, ¡y cien veces más!

LOS PREDICADORES

Y ésa es la diferencia entre la predicación del siglo veinte y la predicación de Juan Wesley. ¡Wesley era un predicador de justicia que exaltaba la santidad y la justicia de Dios, y la sabiduría de sus requisitos! ¡Y la justicia de su ira y de su furor! Les hablaba a los pecadores y les exponía la enormidad de sus crímenes; su abierta rebelión; y su traición; y su anarquía.

Y entonces el poder de Dios descendía de tal manera sobre la multitud, que, en una ocasión, fuentes confiables reportaron que cuando terminó de predicar había mil ochocientas personas tiradas en el suelo ¡completamente inconscientes! Porque habían tenido una revelación de la santidad de Dios; y frente a esa luz habían visto la enormidad de sus pecados. Y Dios había penetrado su mente y su corazón, de tal forma, ¡que habían caído a tierra!

Eso no solo sucedió en la época de Wesley; lo mismo pasó en Estados Unidos, en New Haven, Connecticut, en Yale. Un hombre llamado Juan Wesley Redfield ministraba continuamente alrededor de New Haven, culminando con unas grandes reuniones que se hacían en el gimnasio de Yale, el primer gimnasio que hubo en Yale en el siglo XVIII.

En esa época, la policía estaba acostumbrada, a que, si veían a alguien tirado en el piso, se acercaban a esa persona y olían si tenía aliento alcohólico. Si tenía aliento alcohólico lo encerraban; pero si no, era que tenía la “enfermedad de Redfield”, y lo único que necesitaban hacer era llevarlo a un lugar apartado y esperar a que volviera en sí; pues sabían que, si habían sido borrachos, dejaban la bebida; si habían sido crueles, no volvían a serlo; si habían sido inmorales, renunciaban a su inmoralidad; si habían sido ladrones, devolvían lo que tenían en su poder.

¡Al ver la santidad de Dios frente a la enormidad de su pecado, el Espíritu de Dios los dejaba inconscientes por el peso de su culpa! Cuando se derramaba el poder de Dios, los pecadores se arrepentían de su pecado y se acercaban a la salvación de Cristo.

¡LA DIFERENCIA!

¡Había una gran diferencia! No era tratar de convencer a un “buen” hombre de que estaba en líos con un Dios “malo”. ¡Era convencer a hombres malos de que se merecían la ira y el furor de un Dios bueno! Y la consecuencia era el arrepentimiento que llevaba a la fe, que conducía a la vida.

Queridos amigos, solo hay una razón, una razón, para que un pecador se arrepienta, y ésa es: porque Jesucristo se merece la adoración y la reverencia y el amor y la obediencia de su corazón. No porque va a ir al cielo.

Si la única razón por la cual te arrepentiste, querido amigo, fue para evitar el infierno, ¡solo eres un levita sirviendo por diez monedas y una camisa! ¡Eso es todo! ¡Estás tratando de servir a Dios para que te prospere! Pues un corazón arrepentido ¡es un corazón que ha visto algo de la enormidad del crimen de jugar a ser Dios y de negarle al justo y recto Dios la adoración y la obediencia que se merece!

¿Por qué debería arrepentirse un pecador? ¡Porque Dios se merece la obediencia y el amor que se ha negado a darle! No para irse al cielo. Si la única razón por la que un pecador se arrepiente es para irse al cielo, no es mas que tratar de hacer un negocio con Dios.
¿Por qué un pecador debe abandonar sus pecados? ¿Por qué se le debe desafiar a hacerlo? ¿Por qué debe restituir los daños cuando viene a Cristo? ¡Porque Dios se merece la obediencia que exige!

He hablado con personas que no tienen la seguridad de que los pecados pueden ser perdonados; quieren sentirse seguras, antes de estar dispuestas a entregarse a Cristo. Por eso creo que los únicos a los que Dios realmente convenció por medio de su Espíritu y que son nacidos de Él, son aquellos que, lo digan o no, cuando han llegado a Jesucristo, se expresan más o menos así: “Señor Jesús, te voy a obedecer, te voy a amar, te voy a servir, y voy a hacer lo que tú quieras que yo haga mientras viva, incluso si me voy al infierno al final del camino; simplemente, porque eres digno de ser amado, de ser obedecido, de ser servido. ¡Yo no voy a tratar de negociar contigo!”

¡UN SER HUMANO!

¿Ven la diferencia? ¿Ven la diferencia entre un levita que sirve por diez monedas y una camisa, o entre un Micaía que hace una capilla porque Dios lo va a prosperar, y alguien que se arrepiente para darle la gloria a Dios?

¿Por qué debe alguien venir a la cruz? ¿Por qué una persona debe abrazar la muerte con Cristo? ¿Por qué una persona debe estar dispuesta a ir, en identificación, a la cruz y a la tumba, y volver a la vida otra vez? Les voy a decir porqué: ¡porque es la única manera en que Dios puede ser glorificado por un ser humano!

Si me contestas que para obtener gozo o paz o bendiciones o prosperidad o fama, entonces no es otra cosa mas que un levita sirviendo por diez monedas y una camisa. Solo hay una razón para ir a la cruz, y ésa es, porque, hasta que no te unas a Cristo en su muerte, estás robándole al Hijo de Dios la gloria que podría obtener de tu vida. Porque ninguna carne puede gloriarse en su presencia.

Y hasta que no hayas comprendido la obra santificadora de Dios por medio del Espíritu Santo, llevándote a la unión con Cristo en su muerte, en su sepultura y en su resurrección, lo sirves solamente en lo que tienes; y todo lo que tienes está bajo sentencia de muerte: tu personalidad humana, tu naturaleza humana, tu fuerza humana y tu energía humana. ¡Y Dios no va a recibir gloria de nada de eso!

Así que la razón por la que vas a la cruz no es para obtener victoria, aunque vas a obtener victoria. No es para obtener gozo, aunque vas a recibir gozo. La razón para abrazar la cruz y perseverar hasta que puedas testificar como Pablo: “Estoy crucificado con Cristo”, no es lo que vas a obtener de ello, sino lo que Él va a sacar de ti para gloria de Dios.

¿Por qué no has perseverado para conocer la plenitud del Espíritu Santo? ¿Por qué no has perseverado para conocer la plenitud de Cristo? Te voy a decir porqué: porque la única manera posible de que Cristo pueda recibir la gloria de una vida que ha sido redimida por su preciosa sangre, es cuando puede llenar esa vida con su presencia y vivir a través de ella su propia vida.

Lo genial de nuestra fe no es que aparentemos, como el levita que fue contratado para servir a Dios. No, ¡no! Lo genial de nuestra fe es que lleguemos a un punto en el que sepamos que no podemos hacer nada, mas que presentar el vaso y decir: “Señor Jesús, tú eres quien tiene que llenarlo, y todo lo que se tenga que hacer tiene que ser hecho por ti y para ti”. Pero no lo hacen así. Conozco a mucha gente que está tratando de conocer la plenitud de Dios, solo para poder usar a Dios.

EL JOVEN PREDICADOR

Un joven predicador me fue a ver cuando estaba yo en Huntington, West Virginia, y me dijo: “Hermano Reidhead, tengo una iglesia grandiosa, un programa de escuela dominical maravilloso y el ministerio de radio está creciendo cada día, pero siento una necesidad personal, una carencia interior; necesito ser bautizado en el Espíritu Santo, necesito ser lleno del Espíritu. Una persona me dijo que Dios había tratado con usted de forma especial y por eso vine. Me pregunto si me podría ayudar.”

Miré al joven, y... ¿saben a quién se parecía? A MÍ. Se parecía a mí. Vi en él todo lo que había en mí. Pensaste que iba a decir “a lo que había en mí antes de que”... Pues, no. Escucha: Si alguna vez te has visto a ti mismo, sabes que nunca vas a ser más de lo que eras. “Porque yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien...” Se parecía a mí.

Ese joven era como un hombre que llega a la gasolinera en un Cadillac, y le dice al del servicio: “Llénalo, amigo, ¡con la gasolina de mayor octanaje que tengas!”. Bueno, así es como ese joven se veía. Él solo quería el poder para mejorar su programa. Y Dios no va a ser un medio para los fines de nadie.

Yo le dije: Estoy sumamente apenado, pero no creo poder ayudarlo. Me preguntó: ¿Por qué? Y le contesté: No creo que usted esté listo. Mire, nada más imagínese..., es que usted llega..., con un Cádillac: su escuela dominical, su programa de radio y su iglesia. Todo lo que ha logrado viene siendo para usted, como poseer un Cádillac. Eso está muy bien... Le ha ido sumamente bien sin el poder del Espíritu Santo.

Eso es lo que un cristiano chino dijo cuando regresó a China y le preguntaron: “¿Qué fue lo que más te impresionó de Estados Unidos?”. Y respondió: “Las grandes cosas que los estadounidenses pueden lograr sin Dios.”

Este joven predicador que me fue a buscar, había logrado bastante sin Dios, como él mismo reconoció. Y lo que me pedía era un poco de poder para lograr sus fines todavía más altos. Yo le dije: No..., no... En este momento usted está sentado detrás del volante de su Cádillac y le está diciendo a Dios: ‘Dame poder para que pueda avanzar’, y esto no es así. Usted tiene que hacerse a un lado.

Pero conocía al tipo..., porque me conocía a mí mismo. Y le expresé: No, eso nunca va a funcionar. Tiene usted que pasarse al asiento de atrás. Pero me parecía verlo..., estirándose desde atrás para alcanzar el volante. No, le manifesté, tampoco es así. Si usted quiere manejar desde el asiento de atrás, tampoco va a funcionar.

Tuve que decirle: Antes de que Dios pueda hacer algo con usted, ¿sabe qué tiene que hacer? Me preguntó: ¿Qué? Y yo le contesté: Tiene que salirse del coche, sacar las llaves, abrir la cajuela (el portaequipaje), entregarle las llaves al Señor Jesús, meterse a la cajuela, cerrar la tapa y susurrar por la cerradura: “Señor, mira, ponle de la gasolina que quieras y tú conduce. El coche es tuyo de ahora en adelante.”

Por eso es que muchas de las personas que conocemos no entran a la plenitud de Cristo; porque quieren convertirse en levitas que se venden por diez monedas y una camisa. Han estado sirviendo a Micaía, pero creen que si tuvieran el poder del Espíritu Santo podrían servir a la tribu de Dan. Y nunca va a funcionar. De esa manera, nunca va a funcionar.

Solo hay una razón por la cual Dios te necesita, y es para llevarte al punto en el que, gracias a tu arrepentimiento, seas perdonado. Así, Él recibe la gloria. Y cuando, en victoria, has sido llevado al patíbulo para que Él reine, y permaneces en Su plenitud, Jesucristo puede vivir y caminar en ti.

Tu actitud debe ser como la del Señor, cuando dijo: “No puedo hacer nada por mí mismo”. Así que, siguiendo su ejemplo, yo no puedo hablar por mí mismo. Ni tampoco me toca a mí hacer los planes. La única razón de mi existir debe ser la gloria de Dios en Jesucristo.

Si yo te dijera: “Ven a recibir la salvación para que puedas ir al cielo, ven a la cruz para que puedas tener gozo y victoria, ven a la plenitud del Espíritu para que puedas estar satisfecho”, estaría cayendo en la trampa del humanismo. Por lo tanto, voy a decirte, querido amigo, si estás por allí sin Cristo: Ven a Jesucristo y sírvele el resto de tu vida, sin importar si al final del camino te vas al infierno; ¡hazlo, solo porque Él es digno!

Y te digo a ti, amigo cristiano: Ven a la cruz a unirte con Él en su muerte y entra a todo lo que significa morir para que Él pueda tener gloria. Te digo a ti, querido cristiano: Si no conoces la plenitud del Espíritu Santo, ven y presenta tu cuerpo como sacrificio vivo, y deja que Él te llene, para que en ti se cumpla el propósito de su venida y Él sea glorificado a través de tu vida. No es lo que tú vas a obtener de Dios, es lo que Dios va a obtener de ti.

De una vez por todas, vamos a deshacernos del cristianismo utilitario que hace de Dios un medio, en lugar del fin glorioso que es. Renunciemos a eso. Digámosle a Micaía que ya se acabó, que ya no vamos a ser sus sacerdotes que sirven por diez monedas y una camisa. Vamos a decirle a la tribu de Dan que se acabó. Y vengamos a echarnos a los pies atravesados por un clavo, a los pies del Hijo de Dios, y digámosle que vamos a obedecerlo y a amarlo y a servirlo por el resto de nuestra vida, ¡SOLO PORQUE ÉL ES DIGNO!

LOS MORAVOS

Les voy a contar algo: Dos jóvenes moravos escucharon acerca de una isla en las Antillas (la isla se llama Santo Tomás, y se encuentra en lo que ahora se conoce como el Caribe), donde el propietario, un inglés, tenía entre dos y tres mil esclavos. Supieron que el dueño había ordenado: “Ningún predicador ni sacerdote puede poner un pie en esta isla. Si naufraga, lo mantendremos en una casa, separado, hasta que tenga que irse; pero jamás nos hablará, a ninguno de nosotros, acerca de Dios. Estoy harto de esas tonterías.”

Así que, tres mil esclavos de las selvas africanas habían sido llevados a una isla en el Atlántico para vivir y morir sin poder escuchar jamás de Cristo.

Estos dos jóvenes moravos (Moravia formaba parte de la República Checa), cuando se enteraron, se vendieron como esclavos al propietario de la isla. Y utilizaron el dinero que recibieron de su propia venta para pagar su transporte a la isla, porque el dueño no les pagó más de lo que hubiera pagado por cualquier esclavo, ya que ni siquiera quería transportarlos.

Muchos moravos llegaron desde Herrenhut, Alemania, para despedirse de estos dos jóvenes, de apenas veintitantos años, porque se iban para nunca volver. Y es que no era un viaje de misiones de cuatro años; se vendieron para ser esclavos de por vida, ya que, por ser cristianos, la única forma de poder estar en la isla, era irse así, como esclavos. Sus familias estaban ahí, llorando, porque sabían que nunca los volverían a ver. Y se preguntaban cómo sería el lugar a donde iban y cuestionaban si habría sido sabia su decisión.

El barco salió del muelle, en Hamburgo, y comenzó a dirigirse hacia el Mar del Norte, lentamente, llevado por la marea. Cuando la distancia se fue haciendo mayor, el decorado comenzó a ser retirado. Lo estaban enrollando, sobre el muelle, y los dos jóvenes, desde el barco, veían cómo se alejaban cada vez más. Entonces, uno de ellos, con un brazo trenzado en el de su compañero, levantó la voz y gritó fuertemente, a través de esa distancia, las últimas palabras que se escucharon de ellos: “¡QUE EL CORDERO QUE FUE INMOLADO RECIBA LA RECOMPENSA POR SU SUFRIMIENTO!”

Estas palabras se convirtieron en el llamado de las misiones moravas. Y ésta es la única razón de existir: que el Cordero que fue inmolado reciba la recompensa por su sufrimiento.

Este artículo ha sido usado con el permiso de PARIS REIDHEAD BIBLE TEACHING MINISTRIES.
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Para leer el artículo original en Inglés visita a
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